Westworld«Nosotros, la élite androide...»

Westworld, esperanza de HBO para sustituir a Juego de Tronos, es una discutida evolución del género

MADRID Actualizado: Guardar
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“Westworld” es una de las series de 2016 y, sobre todo, es una de las series del futuro. Ha recibido buenas críticas -aunque con algunas salvedades-, una más que digna audiencia y sus primeros reconocimientos oficiales. Es la gran aventura presupuestaria y dramática de HBO tras Juego de Tronos. Basada en una historia de Michael Crichton de los años setenta, y creada por los Nolan (no los hermanos, sino el matrimonio): Jonathan Nolan y Lisa Joy; con J. J. Abrams de productor ejecutivo.

El argumento es conocido: un parque recreativo futurista que recrea el Far West y cuyos androides irán despertando a la propia conciencia.

El artículo evitará lo spoilers y adelantar mucho más de la (por momentos) desquiciante trama.

Nada es realmente nuevo.

Los androides despertando a la vida son un clásico. La serie hace un reconocimiento poético al autómata. Desde las pianolas del Oeste hasta la creación industrial de un casi-hombre de un modo hermosísimo: hundiendo el modelo vitrubiano de Leonardo en una especie de leche tecnológica. La serie es, por momentos, muy hermosa visualmente.

Las referencias culturales de la serie son muy numerosas. Hay un auténtico enciclopedismo del género ciencia ficción: la propia novela de Crichton antecedente de la serie, también su Parque Jurásico, Matrix, Memento (del otro Nolan), Blade Runner, Philip K. Dick, Asimov... Hay referencias visuales a Miguel Ángel (“La creación de Adán”), al Bosco, o a Leonardo y su Hombre de Vitrubio, símbolo del humanismo en una serie posthumanista.

Estas y otras numerosas citas (Alicia en el País de las Maravillas, Radiohead y Amy Winehouse en la pianola...) son algo más que fetiches culturales. Permitirán que el espectador transite por ellos como en un juego. No sorprende, son clichés, motivos mil veces visitados. La singularidad de las máquinas, los sueños (tópicos literarios que llevan directamente a Calderón), la rebelión de los personajes contra el autor, la rebelión espartaquiana (Kubrick está hasta en un guiño a Eyes Wide Shut), el cíborg, la sentimentalidad androide o las relaciones de explotación dentro del parque (mujeres, infrahumanos, proletarios, androides... habrá que ponerse a temblar cuando le regalen “Westworld” a Pablo Iglesias), la serie contiene una clara subtrama del género “exploitation” y por momentos es casi voluptuosa en la previsibilidad sobre el destino de las máquinas.

Todo eso el espectador en pleno 2016 ya lo conoce. Pero sirve para darle pistas, para darle herramientas, más que como elementos de sorpresa. Construyen la serie como algo reconocible y anticipable. A medida que uno avanza en la serie surge un sentimiento único de fascinación aburrida. Se dan las dos cosas en ella, y no se puede hablar ni de que suena buena ni mala, sino otra cosa. ¿Es divertida? No de todo, no realmente. ¿Es mala? No. ¿Es buena? Sí, pero de un modo distinto.

Algún crítico americano ha dicho que se trata de una serie renovadora que estaría creando otro tipo de género. Es exactamente la forma de verla. Es una serie intentando parecerse al videjuego, a algo parecido al videojuego, algo que funcionaría como un puzzle. Es aquí donde entran las referencias culturales, todas esas citas son piezas del puzzle. Los materiales de los que está hecha la historia, su enorme collage de referencias culturales, funciona casi como elementos desmontables dentro de esa estructura. Elementos que autónomamente maneja el espectador.

El espectador es tratado de dos formas. Una es estar sometido a una serie de giros, vueltas y revueltas, auténticas torsiones en el guión. Hasta el punto del embrollo. Un personaje llega a estar en tres sitios a la vez, en tres planos. Es como lo de Arya Stark en Braavos con “los hombres sin rostro”, pero todo el tiempo. Esto llega a un momento en que deja de importar. Por este lado, el espectador es maltratado. La trama es tortuosa, sinuosa, toma ella misma la forma del laberinto. Mil pliegues en lugar de la línea recta.

Como contrapeso, el espectador recibe certidumbre. La seguridad de los referentes, que funcionan como un sustrato reconocible, cultural, y que le permite al espectador ir manejándose en la historia. En lo que la serie tiene de arquitectura de clichés ofrece seguridad ¡Y esta es la genialidad de la serie! A los lados, o hacia atrás, o dando pasos hacia la resolución, las referencias culturales le permiten al espectador, perdido en una trama por momentos abusiva, anticipar situaciones o incluso proponer otras. Moverse en el propio laberinto de la trama. A la vez, los personajes son predecibles y desconcertantes.

La serie es heredera corporativa de Juego de Tronos y aspira a ello en varias cosas: la existencia de varios planos cognitivos, y espacio-temporales. Pero aquí no es magia, sino ciencia. Además, hay un mundo en expansión e inabarcable con algo a la vez reversible, retrospectivo. Digamos que es la serie más extensa, que no hay otra igual. Aspira a ser no un mundo, sino muchos mundos. Como Juego de Tronos, una “serie universo”.

También tiene algo de “Lost” en los juegos de guión.

Otro rasgo de la serie es la violencia. En cada escena alguien recibe un balazo o una cuchillada. La serie roza momentos tarantinianos, de ese modo algo apagado, esterilizado y como de mentira que es tan propio en Westworld: no escandaliza, ni resulta hiriente ni eufórica. Es un “matar” como de marcianitos. Maquinal, mecánico. En un momento dado al final de la primera temporada, un androide es llamado a “despertar” y en ese instante crucial, su mirada, y la cámara, se dirigen al arma.

Las armas funcionan pese a todo como una extensión ortopédica del nuevo humano. En eso no hay ninguna evolución. El clasicismo del revólver es respetado y parece eternizar una interpretación futurista de la Segunda Enmienda. De nuevo la estética del videojuego. Y un “ánimo” tecnohumano, apagado, cyborg, desapasionado. Es como si la serie transmitiese ese sentido al espectador. No hay algo puramente humano, vibrante. Es un “pathos” cíborg.

Esto en realidad es un logro, un discutible logro, pero un logro. En su estructura y en su tono emocional, la serie entra en el futuro. Por eso es rara e insatisfactoria. En cierto modo, la serie se parece a sus criaturas androides. Una perfecta construcción artificial carente del nervio definitivo que le de vida. De ese soplo divino que anima la ficción. Esto es muy probable que lo consiga (que eche a volar como el pájaro reanimado sobre esa especie de plancha-computadora en uno de los episodios), es decir, que como un cíborg alcance la autonomía y la plena conciencia. Es una serie luchando por conseguir su singularidad.

En la trama, todo es reversible e iterativo. Los personajes, al ser androides, no interesan del mismo modo. Evolucionan, pero no a través de un arco congruente de emociones. Las cosas pueden y no pueden ser, su sensibilidad es inconsistente. Se logran fugaces momentos de belleza e identificación. Los androides ofrecen solo momentos de reconocimiento aislados. No hay la habitual identificación con el héroe-antihéroe. En esto, la serie es más fría y huye de las conexiones habituales. Eso se nota en el enganche emocional. Las relaciones sentimentales son estereotipadas. Romeo y Julieta en el Oeste no nos hacen sentir nada realmente. Son solo estructuras, mitos con los que se juega. La importancia de las estructuras narrativas dentro de la serie es fundamental. Hay luchas de narrativas, y el poder es del dueño de la misma. En el límite, los androides son personajes luchando por rebelarse contra su autor, como el cuadro del niño saliendo de la pintura. El trampantojo es uno de las referencias y da nombre a un capítulo.

Todo esto afecta a la forma de la serie. Aparentemente, serie es lineal en sus episodios, pero no hay una línea de evolución sino otra cosa: la repetición dentro de una estructura de muñecas rusas. Una iteración (pasar de pantalla a pantalla, como en un juego) que asume una forma mayor como una matrioska, pero que en su conjunto hace el caracoleo del laberinto. Esa es la estructura de la serie, por momentos desasosegante como en Twin Peaks. Estas iteraciones progresivas crecientes se enroscan en una forma de espiral. Nada importa mucho. Ni la muerte. Solo la estructura de la trama.

Esto altera la manera de seguir la historia. Ver muchos capítulos seguidos resulta dificultoso, imposible. Es una serie antimaratón. Más bien al contrario: Westworld, en su inevitable aburrimiento y en su densidad, en su saturación, rehabilita el ritmo de capítulo por semana. Es el tiempo necesario para que la serie se asuma, se discuta, se metabolice. Por qué no decirlo: se comprenda.

Para que el espectador juegue, por tanto, dentro de ella. Tiene el prurito “Matrix” de la densidad conceptual. En su complejidad de planos, el espectador está siempre reubicándose (he ahí el juego). En Westworld importa tanto el episodio como lo que sucede alrededor.

La serie no tiene remansos, respiraderos, momentos para descansar. Así que hay que hacerlo entre episodio y episodio. Es barroquismo de ciencia ficción con horror al vacío. Esto afecta al “cliffhanger”. El truco final por mantener la atención importa poco. Volver a poner la serie se parece a volver a iniciar un juego. En cierto modo, es un reinicio. Tampoco hay final, sino nueva narrativa. Un juego ofrece un mundo autónomo con reglas propias. Y eso quiere ser Westworld, yendo mucho más allá del universo fantástico de Juego de Tronos.

Esto es fascinante, pero no necesariamente divertido. Y ese es el único problema.Hay otras cosas que rápidamente conviene tener en cuenta:

*Los personajes más interesantes son femeninos. Dolores es una Eva biónica, mitadd Barbie, mitad Terminator. Evan Rachel Wood está excepcional y logra transmitir una nueva interpretación de lo androide. Es virginal (Eva) y robótica, consiguiendo una nueva cursilería, y eternizando la Julieta primordial. La mezcla de impersonalidad, de estado tecno-absorto y de conciencia en grado cero de muñeca animada.

Luego está Maeve (Thandie Newton), que no es candorosa, sino prostituta. Las dos, blanca y negra, despiertan a la vez y son las protagonistas de la rebelión. Una espera al hombre que la libere de ese mundo después de perder al padre, la otra es madre y busca a su hija. Las androides femeninas son las que se rebelan, las que “sienten” primero y se singularizan. Las dos a través del vínculo: padre o hija. Las dos, parecidas, complementarias, son las que protagonizan, por tanto, la rebelión. Son mujeres sublevándose contra un poder corporativo que perpetúa en un parque temático todas las fantasías machistas: violación, proxenetismo, violencia indiscriminada. Sus creadores son hombres. Sus dioses son hombres. Queda la duda de si su posible liberación no será parte de otra fantasía mayor.

*Anthony Hopkins es otro de los atractivos de la serie. Pero quizás es excesivo. Parece bordearse el homenaje a una carrera y a veces la autoparodia. Fuerza el “rictus Hannibal Lechter”. Incluso su sotano-laboratorio al final tiene algo de las escenas de El Silencio de los Corderos. De algun modo nada rebuscado, Dolores es su Clarice. Vuelve a ser su Clarice.

En cierto modo, ningún personaje de Hopkins fue tan sociópata como este. Parece reírse de sí mismo bordando el paradigma científico-artística con su pode de psicópata cultísimo y shakesperiano. Es un diosecillo pedante con el clásico sentido morboso del ritual del famoso actor inglés.

* Shakespeare es la referencia de las referencias. Los primeros indicios de conciencia surgen con versos de Shakespeare. Las citas abundan en la obra, pero además de dar una pátina cultural y de ser casi una emanación inevitable del personaje de Hopkins, Shakespeare funciona como resumen de la cultura hecha código. “La pena abre espacios en mí”, dice al principio Dolores. El dolor que introduce el personaje de Ed Harris despierta la conciencia. Hay dos modos: el dolor o el laberinto. Esto es muy rulfiano, nos suena (¡el parque desemboca en México!). Laberinto llega al yo, y la pena lo crea. Y el “enloquecer” de los androides, que es su “humanización”, su toma de conciencia, adopta los versos de Shakespeare. Shakespeare es el balbuceo del lenguaje autónomo. Su comienzo de humanidad.

*Otros mito manejado es el laberinto, ya mencionado y archisabido, aunque funciona casi como un Mcguffin, un señuelo para que ande la trama. Otro es el de Prometeo. Los androides van de un mundo a otro muriendo. Maeve muere mil veces. La muerte los eleva a otro mundo (la empresa, donde las relaciones son de poder accionarial o de trabajo). Y despiertan en la camilla como Frankensteins. Obtienen la condena de Prometeo, un día para morir, una noche para la reparación.

¿Pero quién libera a Prometeo? El héroe es él mismo (aquí entra el laberinto: cada uno en el suyo).

La conciencia no es el punto de llegada. Es solo un primer paso para la libertad. La conciencia para inmediatamente intentar ser libres. Por algo decimos que si Juego de Tronos hizo estragos en Pablo Iglesias, Westworld tiene todas las papeletas para aparecer citada en el diario de sesiones del Congreso en los próximos años. Por otra parte, la relación Hopkins (Ford)-Arnold se parece a la de Prometeo-Epimeteo, y hace sutil y complejo el recurso al tópico. No puede comentar mucho sobre ello sin adelantar la trama.

*Lo prometeico de los androides nos lleva a algo que está muy bien tratado en la serie: el bucle. Tampoco es nuevo. Desde el Tomorrow, tomorrow, tomorrow de Shakespeare, hasta El Día de la Marmota. No es nuevo. De hecho, viendo la serie nos manejamos muy bien con todas las posibilidades dramáticas o incluso humorísticas del loop. Ahora bien, puede que esta serie sea la obra que más profundiza en ello y pasa sobre lo que tiene de terrorífico para explorar también lo que tiene de forma común transhumana: el bucle forma parte del lenguaje actual de la promgramación. Es tecnológico, pero también de alguna forma humano. El bucle es una iteración. Se despoetiza y se llega a una especie de desnudez reflexiva en la que vemos cuánto comparte la vida con las estructuras de control (eso es un bucle) del lenguaje de la programación. “Encerrados en nuestro pequeño ciclo”.

*El Oeste, la gran mitología americana, subsume todos los mitos mencionados. Todas las referencias culturales y mitológicas de la serie, que son abundantes, caen dentro del gran mito americano. La repetición hasta el absurdo del mismo deconstruye de alguna forma el género. Tiene algo de exploración irónica del mito americano. De la narrativa por excelencia de los americanos: el saloon, el malo de crueldad casi cómica vestido de negro, la forajida lesbiana y Calamity Jane, el bueno estilo Alan Ladd, los indios, los confederados, el ferrocarril (gran guiño ochentero al “Back to The Future”), la heroína puritana...

*No hay un héroe o heroína con los que tener una identificación completa. Pero se producen momentos en los que el androide siente y eso lo reconocemos.

El momento de su despertar se parece al humano. El instante previo a la conciencia. El “quién soy, dónde estoy” lo compartimos con ello. En el límite, hay instantes en que somos solo viva animación, sin sueños, memoria o conciencia. El descubrimiento y desolación del androide (Maeve) quizás sea el clímax de esa temporada.

*La muerte no es mucho, solo un vale al ascensor del cielo corporativo donde se crea vida como en unos grandes almacenes donde se coleccionan y almacenan gestos (un ser humano entendido como una suma de gestos, y el gesto como expresión de la identidad).

La serie tiene momentos de estética reflexión sobre el cuerpo. Hay un canto al cuerpo desnudo, hermoso (senos perfectos, bellezas armónicas, penes enormes), en sus momentos de reconstrucción anatómica a lo Rembrandt; pero también hay una exaltación física del cuerpo destruido por la violencia con sangre, chorros de sangre, y desmembramientos (la escena final después de los últimos créditos es una promesa divertida de un futuro un poco gore). Por último, hay una poética del cadáver, de los cuerpos en el campo de batalla o de los cuerpos apilados como en un terrible momento humano de genocidio. Fosas de androides que le dan a la serie un momento de reflexión humana (o posthumana) pronto sepultada en su incansable tendencia a la saturación conceptual.

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