Fernando Pérez: «En Cuba hay cada vez más desigualdad»

El director estrena «Últimos días en La Habana», un homenaje a «Fresa y chocolate» en el que trata de mostrar «la realidad de la isla sin Fidel que no se ve en los medios de comunicación cubanos ni extranjeros»

MADRID Actualizado: Guardar
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Desde que Fernando Pérez rodó su aclamado documental « Suite Habana» en 2003 —donde plasmó un día cualquiera en la vida de unos cuantos habaneros corrientes, sin entrevistas, ni diálogos ni narración, sólo imágenes, sonidos y música— Cuba ha cambiado mucho. «Creo que hay cada vez más desigualdad», asegura el director de « Últimos días en La Habana», la película con la que se ha alzado con el gran premio del último Festival de Málaga.

A través de la historia de una amistad inquebrantable entre Diego (un gay, positivo y luminoso que camina hacia la muerte a causa del sida) y Miguel (un asexual, negativo y oscuro fregaplatos que vive a la espera de un visado que nunca llega para ir a Estados Unidos), Pérez ha querido realizar una fotografía «lo más realista posible» de una Habana sin Fidel que, supuestamente, se mueve hacia el cambio, pero en la que aun no ha cambiado nada.

«Quería mostrar esa realidad que no se ve en los medios de comunicación cubanos ni extranjeros, el día a día de ese amplio espectro de la sociedad que vive en unas condiciones cada vez más duras. Enseñar a ese amplio sector de la población que ha tocado fondo en lo que a supervivencia se refiere y cuyos valores morales empiezan a relativizarse», explica.

Como dice uno de los personajes del filme, Yusi, una cubana quinceañera que habla por los codos y se ha quedado embarazada: «A mí no me da miedo que el mundo se acabe. A mí lo que realmente me da miedo es que el mundo siga igual».

—¿De eso habla la película?

No es la única idea, pero forma parte del sustrato fundamental de la historia. Siento que muchas cosas no están funcionando en Cuba y, mientras pasa el tiempo, la situación se hace más difícil. Se está profundizando en la precariedad y se están recrudeciendo las condiciones de vida. Hay un sector de la población, el que se muestra en el largometraje, que ha tocado fondo. Aliviar, solucionar o equilibrar esa situación va a ser un proceso muy largo para los cubanos.

—¿Y que quería contar exactamente?

—Primero, la relación entre los dos protagonistas, porque siendo tan diferentes logran una comunicación. La amistad está por encima de todos sus conflictos y diferencias. Eso para mí era fundamental. Y segundo, el contexto en el que se desarrolla esa relación, donde un amplio espectro de la sociedad cubana y los protagonistas del filme sobreviven como pueden, y cuya conducta desde el punto de vista ético podría ser, en ocasiones, reprobable. Pero no quiero que el espectador juzgue a esos personajes.

—¿Crees que el filme puede agradar de igual manera a un cubano castrista que a un disidente de Miami?

—Esa es la intención. No trato de juzgar la realidad de La Habana en la actualidad, sino mostrarla en todos sus matices. Por eso creo que todos los cubanos deberían identificarse y reconocerse en la película, sin ser críticos por cómo queda plasmada esa realidad. Si así ocurriera, sentiría que «Últimos días en La Habana» ha logrado lo que nos propusimos. Para mí, ese es el valor del cine que intento hacer, uno que no reduzca la realidad a visiones extremistas con un solo horizonte.

—Según lo explica, podría parecer un intento de acercarse al género documental a través de la ficción.

—No es propiamente un documental, pero sí quería que fuese lo más testimonial y realista posible. En la puesta en escena no quise crear artificios de ningún tipo, sino que todo fluyera como en la vida real. Quería volver al espacio que reflejé en el documental «Suite Habana», en 2003, porque sentía que la situación ahora es más difícil y el comportamiento de los personajes sería diferente.

—¿Y no quiso figurantes?

—No, no quise. Muchos planos se filmaron directamente en la calle con gente corriente que no sabía que se estaba rodando una película. En ese sentido sí tiene un poco de documental. Algunas escenas de Miguel las rodamos caminando por La Habana y enfocando de cerca a la cara de los viandantes, que miraban extrañados.

—¿No teme las comparaciones con «Fresa y chocolate»?

—En absoluto. Esta película le debe mucho a la de Tomás Gutiérrez Alea, que para mí ha sido un maestro. Es un homenaje querido y deliberado, de ahí que le pusiera Diego al personaje de Jorge Martínez, que era también el nombre del personaje de Jorge Perugorría en 1993.

—Ambos Diegos son homosexuales y sufren el acoso de la sociedad. ¿Es el pueblo cubano más homófobo de lo que pensamos?

—En ese sentido se ha avanzado mucho, sobre todo en las capas más bajas, donde la relación con este sector es mucho más desprejuiciada. Durante el rodaje visitamos muchos vecindarios y confirmé que en todos convivían sin prejuicios gays, transexuales, informáticos, ingenieros o gente que se dedica a traficar en el mercado negro, como en la película. Sin embargo, las actitudes más conservadoras crecen a medida que se asciende en las capas sociales, donde sí hay una doble moral.

—¿Y de verdad cree que todavía no ha cambiado en Cuba realmente?

—No se está transformando tan rápido como debería, aunque haya habido ciertas modificaciones. Lo esencial sigue igual. No se ha pasado a una economía capitalista y de mercado, sino que sigue centralizada con una cierta apertura hacia los negocios privados, pero dentro de la misma estructura.

—¿Cuál es el cambio más urgente que necesita Cuba?

—Tiene que dinamizar la economía. Yo no quiero que se pierdan los valores por los que se hizo la revolución en 1959, como la educación y la sanidad gratuita para todo el mundo y en igualdad de condiciones, para una sociedad más equilibrada y justa. El problema es que ese era el ideal, pero en la práctica no se ha logrado. Sigue existiendo desigualdad y, en algunos casos, ha aumentado.

—¿Quiere decir que ha, incluso, más desigualdad que la que había antes de 1959, en la época de Batista?

—Exacto. Las desigualdades son cada vez más profundas, porque hay una clase dedicada a los negocios privados que empieza a emerger. Las diferencias ahora se notan mucho. Gutiérrez Alea fue quien mejor lo expresó: «La revolución cubana es un guion perfecto, pero la puesta en escena tiene muchas imperfecciones».

—¿Ha tenido algún tipo de injerencia del Gobierno cubano durante la realización del filme?

—Entregué el guion al Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), que participó en la producción junto a Wanda Visión en España. A partir de ahí, no hubo ninguna injerencia. Y por supuesto que existen instancias dentro del Gobierno a las que podía haber desagradado la película, pero hasta ahora no se ha producido ningún tipo de censura. Sí la ha habido con otras películas como, por ejemplo, « Santa y Andrés», del joven realizador Carlos Lechuga, cuya exhibición no se ha autorizado. Los cineastas cubanos hemos defendido que debe programarse, pero no se ha logrado que la censura se levante.

—¿Los cineastas en Cuba critican este tipo de censuras?

—Por supuesto. En Cuba hay un intercambio de ideas y a mí me gusta participar en esos debates.

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