Catalina la Grande, la emperatriz rusa que le robó el trono al Rey de España

Abrumado por su moral laxa pero también por su capacidad exportar una buena imagen de España de cara al exterior, Francisco Franco hizo la vista gorda a los escándalos americanos y cedió ante sus caprichosos, concediéndole a Bette Davis, la actriz que comía gatos, un privilegio inédito: ser la única en sentarse en el trono oficial del Rey

Bette Davis en «El capitán Jones»
Lucía M. Cabanelas

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Casi todos la conocen por su «Eva al desnudo», por ser la fea de Hollywood o por su acérrima rivalidad con Joan Crawford, otra diva de la era dorada de la meca del cine. Por su fogosa vida, arrastrando cuatro matrimonios fallidos igual que el cigarrillo, fijado siempre a su boca. Y, por mucho que le pesara, también por sus ojos saltones. Su carácter agrio, inducido por un indoblegable talante que aireaba contra ejecutivos, directores o coprotagonistas, le dio fama de mujer férrea, combativa e intransigente, por encima de cualquiera que se atreviese a interponerse en su camino.

Un hueso duro de roer que se sirvió de su infame reputación para instalarse en el pedestal de la industria del que nadie ha conseguido bajarla. Solo Katharine Hepburn, la única actriz que la superó en la lista de las 50 mejores intérpretes elaborada por American Film Institute . Una majestuosidad que Bette Davis paseó por España en 1958, cuando Hollywood desembarcó en el país con «El capitán Jones» de la mano de un por entonces casi desconocido productor Samuel Bronston, el sobrino de Leon Trotski que terminó erigiendo en Madrid un gran imperio, sucursal inédita del cine americano en los cincuenta y sesenta.

Fue en esa época que las estrellas de Hollywood descubrieron la fogosa noche madrileña , donde exprimían hasta la última gota de las celebrities patrias y, ya de paso, también de sus licores. El viento del oeste agitó el régimen franquista, que rentabilizó el oportunismo estadounidense e hizo la vista gorda a sus escándalosos excesos . Una inesperada alianza, la de americanos y españoles, que sirvió para que Hollywood aprovechase los incentivos fiscales con costososos rodajes en suelo español, a cambio de que los americanos aireasen la buena situación de España, alicaída tras la autarquía que sufrió el país hasta los años cincuenta.

En «El capitán Jones», Bette Davis impregnó de su perenne crueldad a la protagonista del filme de John Farrow, la culta e inteligente Catalina la Grande, esa emperatriz rusa viuda de Pedro III que gobernaba rodeada de amantes . Como ella, eclipsó al resto del elenco, desde Peter Cushing a Robert Stack, y doblegó al servicio con sus caprichosos antojos.

« Catalina la Grande aumentaba y la carne disminuía. Llegado el punto crítico, Bette Davis amenazó al productor Samuel Bronston con dejar el rodaje si no despedía a un tipo como aqul, incapaz de suministrarle carne de primera. Ante la inminente pérdida del negocio, este hombre pidió ayuda a un amigo en la barra de un bar, quien encontró el remedio de fortuna para dar gusto a la zarina», cuenta Manuel Vicent en el libro «Nadie muere la víspera». No hallaron el manjar ni en terneras ni en cerdos, sino en mininos. En su improvisada ocurrencia, cazaron veinte gatos y se los ofrecieron a la actriz, que quedó extasiada con esa vianda. «En 1958, Bette Davis se comió ella sola en Denia lo menos veinte gatos» .

En pleno rodaje, la ambición sin mesura de Bronston encontró su objetivo, y no dudó en pedir una licencia para rodar en los salones del Palacio Real de Madrid, . Por supuesto, ante tremendo carácter ni Franco se opuso, y le concedió el inédito privilegio de colarse en el salón del Trono, conocido en el siglo XVIII como Salón de Embajadores, del Besamanos, de Reinos o de Audiencias. De este modo, Bette Davis no solamente es un hito del cine, sino la única actriz que ha conseguido grabar sentada en el trono oficial del Rey de España.

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