Crítica de «Vivir deprisa, amar despacio»: Romance gay y triste

Lo mejor que se puede decir de esta película es que, si se rasca, trasmite vitalidad y optimismo a pesar de que es tristona, melancólica y final

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Oti Rodríguez Marchante

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Lo mejor que se puede decir de esta película es que, si se rasca, trasmite vitalidad y optimismo a pesar de que es tristona, melancólica y final. Podría considerarse un drama romántico porque narra una historia de amor entre dos hombres, uno maduro, escritor y crepuscular, y otro joven y mundano, pero, ya puestos a rascar, la película se enfoca mejor a otro tipo de relaciones más allá de las amorosas o sexuales, como las de amistad, hermandad y compasión.

El director, Christophe Honoré, habitualmente recargado y plasta, se esfuerza aquí en que lo trágico no le arruine el tono de la narración, situada en los complicados años noventa cuando el sexo y el sida jugaban a la ruleta rusa entre risotadas. La imagen cuidadísima, incluso en ocasiones cargante (la lápida de Truffaut, la música y la rosa…), y los textos «importantes» y preñados de citas y filosofías, no les impiden del todo a los actores, creíbles y cercanos (especialmente el joven Vincent Lacoste), mantener una cierta conexión con el espectador con uña para rascar.

Y si bien la estructura narrativa, profusa y calculadamente lenta, no tiene mayor interés, hay momentos, intercambios de emociones y de alguna idea que otra, que resultan eficaces. Aunque el personaje de mayor calado, el amigo que interpreta Denis Podalydès, es el único que se hace breve y hasta conmovedor dentro de la desmesura general.

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