Crítica de «El vendedor de tabaco»: Discreto mutis

Esta película no es sobre el Freud de Ganz, sino sobre un jovencito de pueblo que llega a Viena cuando está a punto de ser poco menos que cordialmente invadida por las tropas de Hitler

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Antonio Weinrichter

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Con motivo de su reciente muerte muchos descubrieron, o recordaron, lo bueno que era Bruno Ganz . Para una generación, la de este cronista, sus trabajos con Wenders y Tanner son un axioma del cine moderno; para muchos otros Ganz evoca un meme axiomático también, tanto como ese que saben de Travolta: su descomunal recreación de una rabieta de Hitler . Aquí encarna a otro austriaco inmortal, víctima del bigotes: nada menos que Sigmund Freud.

Pero quien espere otra metamorfosis memorable de Ganz se llevará un chasco digamos que traumático. Este trabajo que ya vemos a título póstumo representa un más que discreto mutis para el actor suizo, sea porque ya le pilló cansado, o por el escaso peso que tiene en la función. Esta película no es sobre el Freud de Ganz, sino sobre un jovencito de pueblo que llega a Viena cuando está a punto de ser poco menos que cordialmente invadida por las tropas de Hitler .

Aunque el personaje tiene escaso interés (el actor no ayuda), el foco cae de forma exclusiva sobre su educación sentimental, con una prostituta, y política, cuando comprueba los efectos del nuevo régimen en su inmediato entorno. En esa toma de conciencia entra su amigo ocasional Herr Sigmund , que se limita a ejercer de consultorio sentimental medianamente efectivo: tampoco hace honor a su fama, no crean. Menos mal que no le cobra la consulta.

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