Crítica de «Utoya. 22 de julio»: La tragedia resumida en un solo ojo

Es discutible si el efecto de no ver la amenaza, o sea a Breivik con su fusil automático disparando indiscriminadamente, es más «respetuoso» o menos desgarrador para el impacto y la emoción de la película

Imagen de «Utoya. 22 de julio»
Oti Rodríguez Marchante

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Hace ocho años, el 22 de julio de 2011, Anders Behring Breivik , hizo explosionar una bomba en el distrito gubernamental de Oslo y posteriormente se dirigió, disfrazado de policía, a la isla cercana de Utoya, donde celebraban una acampada las juventudes del Partido Laborista Noruego, y organizó una masacre en la que murieron casi setenta jóvenes. La tragedia sigue en la memoria de todo el mundo, y esta película la aborda. El director Erik Poppe, que ha hecho películas como «La decisión del Rey» o «Mil veces buenas noches», utiliza una narrativa sorprendente para situar la cámara y los ojos del espectador en el lugar de los hechos; completamente distinto a lo que hiciera Paul Greengrass hace un par de años en «22 de julio» .

Lo que en Greengrass era reconstrucción casi sumarial de la tragedia, en Erik Poppe es punto de vista. Su cámara no reconstruye la tragedia, sino que construye la tensión, el terror, la confusión y la angustia de una de las jóvenes atrapadas en esa ratonera. Sin corte de plano, en un inagotable y desquiciado plano-secuencia, con la cámara siempre apuntando a la protagonista y en el intento de extraerle a ella toda la magnitud de la tragedia. Es, ante todo, un ejercicio de gimnasia cinematográfica que exige lo máximo al fotógrafo, Wolfgang Plagge, y a la actriz protagonista, Andrea Berntzen, cuya mirada, pánico y pulso acelerado es la correa de transmisión del argumento. Recuerda, en cierto modo, a «El hijo de Saul», del húngaro Laszlo Nemes.

Notable esfuerzo por narrar desde dentro para comprender, sin apenas ver, lo de fuera, aunque es discutible si esta elección de estructurar el relato de un modo tan concentrado en tiempo real y en un único personaje logra realmente el propósito de verlo y comprenderlo mejor. Y es discutible si el efecto de no ver la amenaza, o sea a Breivik con su fusil automático disparando indiscriminadamente, es más «respetuoso» o menos desgarrador para el impacto y la emoción de la película. Cabe la duda razonable de si estamos mirando a la Luna o al dedo que apunta a la Luna.

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