Crítica de Rebelde entre el centeno: Un autor secuestrado por su personaje

Probablemente, Salinger aborrecería la película

Nicholas Hoult
Federico Marín Bellón

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En la tercera página de «El guardián entre el centeno» , el protagonista, Holden Caulfield, avisa: «Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni me lo nombren». Quizá sea mutuo.

Puede que el oficio de escribir sea el menos cinematográfico. No hay forma de evitar los típicos planos de unas manos revoloteando sobre la máquina (ahora es incluso peor, con los ordenadores). Un pintor, un músico o cualquiera que trabaje en el cine tiene más que aportar a la cámara. Para ilustrar el pensamiento o el misterioso proceso de la creación no basta con captar, y la película lo hace, unas pocas miradas inteligentes. Cuando la vida de un escritor funciona en la pantalla suele ser porque fue excepcional -no es el caso, en su mayor parte- o porque un intérprete portentoso las llena, vida y pantalla, con su presencia. Nicholas Hoult resulta convincente y al lado tiene el impulso (olvidemos otras polémicas) de Kevin Spacey, quien da vida al maestro y editor que lo animó a escribir algo más que cuentos y que le publicó sus primeros textos. También está inmensa Sarah Paulson, como siempre.

«Rebelde entre el centeno» cuenta los mejores años de la vida de Jerome David Salinger a partir de la biografía de Kenneth Slawenski, el retrato de un mito agigantado por su inesperado enroque. «El guardián...» causó tal impacto, y lo que vendría, que anticipó lo peor del fenómeno fan, algo que insinúa bien la cinta. Eso llevó al escritor a desaparecer en cuanto alcanzó la cima, como Bobby Fischer. El ajedrecista dejó de jugar y él dejó de publicar. El misterio en torno a su figura es apasionante y Danny Strong capta algo de eso, pero su película incurre en cierta pedantería intelectual, lo que por otro lado no encaja -de hecho, es justo lo opuesto- con el sofisticado desenfado aparente de la prosa de J. D.

En el fondo, estamos ante un nuevo «Karate kid» literario, viejo esquema que suele funcionar, pero en lugar de dar y pulir cera, maestro y discípulo compiten en engreimiento. Lo malo no es el resultado, a la vista están los 65 millones de ejemplares vendidos, pero perjudica la relación entre el espectador y la historia. No hay empatía posible, ni siquiera complicidad. Es un retrato amargo de un artista puro -virtud perfecta para leerlo, excesiva para sufrirlo-, que no quiso saber nada de gigantes como Elia Kazan y Billy Wilder, entre otros cineastas interesados en su obra. De nuevo el odio al cine. Probablemente, Salinger aborrecería la película.

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