Crítica de «Quien me quiera que me siga»: En la flor marchita de la vida
Es meritorio que la película nos cuente al mismo tiempo las dos historias, la de la mujer que se emancipa y la del gruñón que se acaba reconciliando con esta maldita vida
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Daniel Auteuil va camino de los 70. Uno ha ido viendo tantas películas suyas que parece que ha crecido con él; como pasa con esos actores que uno aprecia o acaba queriendo, basta verle asomarse a la pantalla para sentirse en terreno conocido. Aquí sale muy desmejorado, la verdad, parece que la edad le ha acabado pillando y ha trocado ese punto de sobrado sin llegar a soberbio que siempre tuvo el actor en algo parecido al resentimiento (del personaje).
Resentimiento contra la vida, contra todo. Encima la mujer que vivió con él todos esos años que tardó en agriarse, se harta y se va a por tabaco. ¿Qué más puede pasarle? Es evidente, tener que ocuparse de un niño, un nieto mulato a cuyo padre repudió por (ser) racista. Sí, es algo parecido a lo de «Gran Torino», con cuyo gruñón protagonista también hemos ido creciendo. El desarrollo, claro, es muy distinto; esto es una película francesa y no hay disparos sino catas de vino y coyundas compartidas que acaban conduciendo a lo que en un momento dado parece un remake de «Jules et Jim» de la edad tardía. Ayuda que parezca un poco una Moreau con mofletes la protagonista Catherine Frot: es meritorio que la película nos cuente al mismo tiempo las dos historias, la de la mujer que se emancipa y la del gruñón que se acaba reconciliando con esta maldita vida.