Crítica de «La escuela de la vida»: Cuento moral en el bosque

La película, a ratos un precioso documental de naturaleza por lo bonito que es el escenario, se reduce a una utopía fantástica con un trágico drama romántico de telón de fondo

François Cluzet junto al joven protagonista
Federico Marín Bellón

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Érase una vez un conde bueno, un niño huérfano (como recién sacado de Disney) y un bosque de otra época, con guarda y todo. En ese ambiente idílico, en el París de los años locos pero lejos del mundanal, transcurre algo tan francés como un cuento moral. En mitad del ciclo de la vida, el semivagabundo y ubicuo François Cluzet (el Antonio de la Torre francés) le enseña al chico aquello de las clases sociales, aunque sin doctrina política. Estamos ante una especie de santos inocentes sin mala leche y, quizá por ello, sin su calidad y autenticidad. No se puede tener todo.

La película, a ratos un precioso documental de naturaleza por lo bonito que es el escenario, se reduce a una utopía fantástica con un trágico drama romántico de telón de fondo. Solo es previsible en los momentos clave y el villano, con una sospechosa afición a levantar muros, tiene el buen gusto de aparecer lo justo. Resta emoción, pero da una tranquilidad enorme a los moradores de la historia. El resultado es una película tan bonita como los ojos del muchacho protagonista, el prometedor debutante Jean Scandel. Y vivieron felices y comieron faisanes.

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