Crítica de «La buena esposa»: El premio

«Hay que fijarse en el repertorio de gestos, miradas y frases entredichas de la premiada consorte, una Glenn Close resplandeciente»

Escena de «La buena esposa»
Antonio Weinrichter

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Un escritor norteamericano recibe la noticia de que la Academia sueca le ha otorgado el premio Nobel y acude a recibirlo con su esposa. Como ocurre en otras películas recientes sobre matrimonios tan longevos que parecían haber sobrepasado la fecha de caducidad, el viaje a Estocolmo propicia una crisis. Una grieta se abre en lo que aparentaba ser una de esas relaciones que el tiempo compartido ha convertido en simbióticas, con todas sus pequeñas o no tan pequeñas fisuras. El problema viene de lejos pero tiene que ver con el premio, la pompa y la circunstancia, precisamente.

No es cosa de destriparlo aquí, claro, porque parte del placer que proporciona esta pequeña película de cámara está en su revelación gradual. Sobre todo porque eso significa fijarse desde muy pronto en el repertorio de gestos, miradas y frases entredichas de la premiada consorte, una Glenn Close resplandeciente. Su rostro anguloso se convierte en un imán, un paisaje que ocupa toda la superficie significante de la pantalla: hay otros actores, y alguno tan bueno como Jonathan Pryce en el papel del escritor premiado, pero incluso su impecable forma de componer un gigante artístico de pies de barro palidece al lado del recital, a la vez contenido y explosivo, que aloja el rostro de Glenn Close .

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