CÁDIZ

Territorio de 'chicucos'

En la calle del primer alcalde de la República Española perviven negocios fundados por emigrantes santanderinos

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Alejandro Lerroux le llamó el «Cristo Anarquista», a pesar de ser un ateo confeso. Pero es que Fermín Salvochea vivió como un monje franciscano. Por regalar, dio hasta su cama y con ese acto selló su muerte. Se cayó de la mesa sobre la que dormía y su agonía duró tres días. Cuenta León Maine que a su entierro fueron 50.000 personas. Toda una muchedumbre que le acompañó desde la plaza de Argüelles (antes llamada plaza de las Nieves) hasta su sepulcro. Dicen también que se desató una tormenta y que la comitiva tuvo que refugiarse en el Ayuntamiento, la casa de Salvochea, ya que él fue el primer alcalde republicano de la historia (en 1873).

Hoy la calle que desembocaba en la que fue su última residencia lleva su nombre, aunque quien nació allí -en el número 4- fue otro hijo ilustre de Cádiz: el almirante don Juan Ruiz de Apodaca y Eliza. Ironías que tiene la vida: la calle fue rebautizada así en 1979 y dejó de llamarse Calle Obispo Pérez Rodríguez, algo que seguramente habría hecho sonreír satisfecho al edil.

Salvochea, hijo de un rico e ilustrado comerciante de origen navarro, luchó a brazo partido contra esa «burguesía involucionista», como subraya Fernando Orgambides, que según él explotaba hasta la muerte a los obreros. Fueron ellos los que le lloraron en aquel día lluvioso de 1907.

Pero los que instalaron en esta calle sus negocios hace muchas décadas -establecimientos que aún perduran y que han resistido el paso del tiempo- no eran ni burgueses, ni obreros, sino chicucos que procedían de tierras cántabras. Es el caso de Gonzalo Ruiz García, santanderino casado con burgalesa y que montó la papelería Mío Cid. El negocio, que hoy está en obras aunque prevé abrir de nuevo sus puertas en un par de semanas, se ha trasladado temporalmente a otro local de la misma calle. Gonzalo, que ha estado ligado a tres negocios de esta calle, continúa junto a sus hijas al frente de este comercio, especializado en prensa. «¿Puedes poner ahí que nosotros somos las que más hemos vendido periódicos de LA VOZ cuando la promoción de las copas?», pregunta Celia. «Hasta 300 al día», añade con orgullo. Las hermanas se levantan muy pronto y abren su negocio a las ocho de la mañana, aunque a esa hora ya hay otros locales abiertos, como el bar Caminito, en la esquina con Isabel La Católica. Allí, Fernando García Luna atiende detrás de la barra. «Aceite, para los nervios», pide un cliente, con mucha guasa, cuando le preguntan con qué quiere acompañar su tostada.

Fernando está contento con el resultado de las recientes obras, que han dejado tanto Fermín Salvochea como Isabel La Católica como nuevas, pero se queja amargamente de que la calle se convierta los fines de semana en un urinario público. Uno de sus clientes habituales lo corrobora: «Hasta las maderas de los portones están podridas de tanto aguantar orines». No es el único problema de la movida nocturna. Algunos se dedican a descargar las iras de la semana contra los vidrios de los negocios. «Yo he tenido que poner verjas porque ya me han partido los cristales 2 ó 3 veces». Ruidos, malos olores y molestias para dormir son las principales cruces que tienen que sufrir los ciudadanos que residen en este lugar de paso de la movida nocturna, entre plazas tan concurridas como San Francisco y la Punta de San Felipe.

El propietario del almacén Honda, Francisco Merino Cruzado, lo corrobora: «El ruido los fines de semana es insoportable». Él no era chicucho, pero el que le traspasó el negocio hace casi cuarenta años, sí. También es consciente de que ese tipo de comercio -los almacenes de ultramarinos, las mantequerías, los colmados- están condenados a desaparecer. «Los hijos no quieren seguir con los negocios. «¿Y quién querría trabajar desde las siete de la mañana hasta las once de la noche?», se pregunta resignado.

La calle Salvochea ha cambiado en las últimas cuatro décadas. Los residentes, como sucede en casi todo el centro histórico gaditano, han envejecido. «Antes le vendía a una señora una docena de huevos y ahora le vendo dos», cuenta Francisco Merino, que calcula que la tienda tiene mucho más de un siglo.

Otra mantequería «de toda la vida» es la de San Carlos, que pertenece a la familia Fernández Pellón, también de origen santanderino. Miel de la sierra, bocadillos, conservas exquisitas... El local, además, tiene un estanco en la parte de atrás y un bar. Tras el mostrador, desde hace 34 años, está Leonardo Barea, que conoce la historia de la calle y hasta se ha interesado por averiguar las fechas exactas. Él sabe quién era Fermín Salvochea. «El alcalde de la república», contesta seguro. La memoria de la aquel internacionalista, ateo y comunista literario está, pues, a salvo. De momento.