CRÍTICA

Queen, a precio de saldo

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Cinco minutos antes de que comenzara el show, un par de melenudos vehementes rumiaban por lo bajo su impaciencia, punteando el aire, a lo Brian May, en el patio de butacas. El resto del público, que acudió al Villamarta para vibrar con el archipromocionado musical de Queen, constituía un claro ejemplo de ese inaudito mestizaje intergeneracional que, en el teatro, se manifiesta exclusivamente en las supuestas grandes citas de cada temporada: treintañeros melancólicos, abuelos de bastón, señoras muy serias luciendo la estola del domingo, familias clásicas, de las del Rouco Varela, también monoparentales, y un buen puñado de chicas de instituto, de esas que no tienen ni pa-jolera idea de quién fue Freddy Mercury, pero recitan de memoria los nombres de los protagonistas de Pasión de Gavilanes como si fuera la lista de los Reyes Godos.

La amplitud de espectro del público, a priori, daba que pensar: los productores de We will rock you, al igual que sus duchos ingenieros de márketing, no han querido dejar fuera de caja a ningún sector social, cultural o ge-neracional.

Por lo tanto, una vez hecha la venta y cerrada la balanza de pagos, el espectáculo debe estar construido sobre cimientos tan móviles, ambiguos y eclécticos como para poder responder con suficiencia a las expectativas de los fans peludos que dibujaban en la nada la guitarra de May, pero también a las ensoñaciones mediáticas de todas esas adolescentes que besan la foto de David de María antes de irse a la cama, y que habían acudido al Villamarta atraídas por los vanos fuegos de artificio de la publicidad. Puristas contra ociosos. Apocalípticos contra integrados. Entre ellos, hileras de un público transparente, predispuesto y receptivo. Ying, Yang, y escala de grises. Todos sentados, ya calladitos. Entonces se levanta el telón.

Los primeros acordes de cualquier clásico de Queen, bien llevados, reverberando en el espacio cerrado de un teatro, son capaces de emocionar hasta a los muñequitos que indican cuál es el baño masculino y cuál el femenino, al otro lado del pasillo.

La música rompe, el sonido responde, baila la luz. La banda, que desgrana las canciones con acólita devoción, está formada por una selección de virtuosos que aguantan durante dos horas y media su mejor nivel. Se nota a la legua que han mamado vinilo. Luego arrancan las voces, proyectadas al fondo. Potencia y gorgoritos. Armonía. Buen nivel

Pero ahí se queda la cosa. Finito. Kaputt. Es imposible sostener el complicado equilibrio de una fórmula que entremezcla la reinterpretación de temas míticos del Rock con un libreto mo-noneuronal, infantiloide, absurdo hasta decir basta; un argumento psicotrópico que define la revelación exacta de los conceptos de inutilidad, de espanto y de demencia.

Para empezar, la idea de traducir las canciones al español ha resultado un calamitoso es-tropicio. Por supuesto, todos aquellos señores y señoras de fina estampa que jamás han escuchado la versión original del Somebody to love, pueden aplaudir tan a gusto la violación sistemática de las canciones de Queen, porque a ellos, pasando de lúcidos melómanos, lo mismo les da Freddy Mercury, Abba, que Paloma San Basilio. Si las letras encajan y el soniquete es pegadizo, palmitas al viento y pataleo.

Una vez más, y al respecto de lo anterior, hay que volver a marcar el escalón abisal entre las diferentes expectativas generadas en el público concurrente: mientras que los funestos melenudos dudaban ya a media función entre el gaseamiento voluntario o arrancarse el bazo a mordiscos, la señora de la estola se lo pasaba pipa.

El auditorio intermedio, liberado de sofismas y comecocos, lucía un heterogéneo plantel de expresiones que transitaban desde el puro hastío, hasta el entretenimiento maquinal, pa-sando por el bostezo preciso, el amago de sonrisa y la carcajada breve. De todo, para todos. Una carta completita.

El empeño de Brian May, as-trofísico de marcada formación literaria, por imponer un argumento paródico, que oscila entre la comedia ligera y la ciencia ficción, plantea situaciones grotescas, obliga a los personajes a practicar una esgrima verbal hecha de diálogos huecos, guiños televisivos y chistes facilones, todo ello aliñado con un lenguaje seudofuturista que parece directamente copiado de Los Mundos de Yupi. Eso no significa que, muy de vez en cuando, la alquimia funcione, el libreto acierte de refilón, y gags muy determinados, como los construidos sobre un intercambio continuo de referencias al bagaje musical patrio, despierten la simpatía e incluso la hilaridad del público, adolescentes y melenudos incluidos.

Tampoco es aceptable el uso trivial y recurrente del compromiso antiglobalizador, planteado como coartada simple, para intentar recabar la complicidad de los más críticos. El recurso acaba exhibiendo una rebeldía tan arquetípica, tan de catálogo, que resulta cargante y ñoña. En cualquier caso, el global chirría por los cuatro costados. Ni los altos costes de producción, ni la complicada escenografía, ni el destacado nivel de los intérpretes, redimen la función de tantas carencias estructurales.

Sin duda, lo que estaba llamado a ser un homenaje certero y merecido a Freddy Mercury, no ha logrado hacerle ni asomo de justicia a ese genio desbordado que convirtió la exuberancia creativa en la norma cardinal e irrenunciable de su carrera. Más bien, todo lo contrario.

Aunque, bien mirado, quizá el problema sea aún mayor. Quizá, sus modestos seguidores no hu-biésemos dejado pasar ni el más pequeño defecto en la reinvención de sus canciones, ni la más torpe licencia en un espectáculo que lo nombra y lo toma como primera referencia.

Porque él, entre otras cosas, nos enseñó a quererlo todo. Y a quererlo ahora. (I want it all, and I want it now) Y eso, mucho me temo, es demasiado pedir.