Viejos

Con doce o catorce años decíamos: «Se ha muerto un hombre mayor…» Y el finado a lo mejor tenía treinta y cinco años

Unos ancianos conversando JULIÁN DE DOMINGO
Antonio García Barbeito

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En esto del vivir pasa un poco como en el final de «Bodas de sangre», cuando la Madre exclama: «¡Dos bandos! ¡Aquí hay ya dos bandos!» Un bando dura mucho, o eso nos parece mientras somos niños y muchachos; el otro durará más o menos, pero es doloroso, infinitamente más doloroso. Cuando niño, los costaleros que venían a la tribu a sacar el paso de Santiago nos parecían viejos: «Estos son más viejos que los del año pasado…», y a lo mejor eran muchachos de veinticinco o treinta años, o cargadores del muelle de Sevilla que rondaban los cuarenta. Y nos parecían viejos. Dos bandos, el de los chavales que miraban y el de los hombres mirados.

Un amigo mío sostiene que él se dio cuenta de que se había hecho mayor un día que, paseando por su pueblo, se cruzó con un soldado y le preguntó de qué familia era; resultó que era hijo de un primo suyo, y le preguntó, sorprendido: «¿Y con qué edad te has ido de voluntario, con quince o dieciséis, supongo…?» Y el chaval le respondió: «No, no; me he ido por mi quinta. Ya tengo veintidós.» Seguro que mi amigo era de los que consideraban viejos a los costaleros de treinta años. Yo no sé si empecé a notar la edad canalla al cargar con una bombona de butano, al subir una escalera larga o al recibir un horrible «usted» de labios de una muchacha de Galerías Preciados. Me partió en dos aquel usted; me partió en dos y me hizo ir al espejo a tratarme de otra manera cuando me peinaba las primeras canas y, para engañarme, yo decía que eran los reflejos de la luz cenital. ¡Y un huevo duro! De niños, todos los curas nos parecían viejos, y todos los maestros, y todos los guardias civiles, y todos los futbolistas, y todos los toreros… Y llegó un día en que los curas empezaron a parecernos seminaristas de primer curso; y los maestros, estudiantes; y los guardias civiles, los músicos, los futbolistas y los toreros, niños. Cuando teníamos doce o catorce años, decíamos: «Se ha muerto un hombre mayor…» Y el finado a lo mejor tenía treinta y cinco años. Hoy, decimos: «Me han dicho que ha muerto ese muchacho de tu calle que andaba maluscón…», y el «muchacho» a lo mejor tenía cincuenta y ocho años. Dependiendo de la edad del redactor del periódico, un atracador pudo agredir a «un hombre de cincuenta años» o a «una anciana de sesenta años». Dos bandos; en uno, los que a todos los ven viejos; y en el otro, los que a todos los vemos jóvenes, muy jóvenes. Los del primer bando se creen que nunca llegarán a mayores, y los del segundo creemosque la juventud llega hasta los ochenta años. Dos bandos. Y en los dos se cometen involuntarios errores anacrónicos. Ay…

antoniogbarbeito@gmail.com

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