La vieja España

Tres sueños de seda y oro se empeñan, con cuánta verdad y torería, en mantener viva la vieja España

El matador de toros Pepín Liria (c), es ayudado por sus subalternos en los momentos previos al paseillo EFE
Antonio García Barbeito

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Siempre que hay toros en los pueblos, ya sea novillada, corrida, becerrada, el aire revela estampas en blanco y negro. Todo lo que la memoria ha visto al respecto, lo guarda en blanco y negro: corridas serias, aficionadillos locales enfrentándose a erales, corralón habilitado con carretas, ruedo sin callejón, talanqueras y gradas de madera; o novilleros vestidos de prestado en las alcobas familiares o en un cuarto de algún bar, muchachas que se vestían como si fueran a la corte de sus sueños, chimpún de cuatro músicos del terreno, carteles en todas las esquinas, autoridades, y pueblo que se viste de fiesta, porque los toros siguen siendo eso, una fiesta, la Fiesta Nacional.

Esta vez, en los carteles — «Gabriel de las imprentas»—, tres matadores de toros que tienen a sus espaldas aisladas tardes de gloria y muchos seguidos días de espera. Seis toros bonitos que mansean; si nobles, abantos; empujan, pero dejan casi toda su fuerza en el peto, esa infamia. Aun así, se dejan torear algunos; embisten, incluso humillan. Tres toreros frente a seis cuasi cinqueños. En el pueblo, ambiente de fiesta grande, y en los tendidos, un ambiente distinto a otros tiempos, que la estética de ayer ha ido entregando la cuchara ante el temprano polleo de niños que aún no alcanzan la adolescencia. Como detalle, algunas flamencas y algún aficionado de pantalón de milrayas y camisa blanca, gorra, cigarrillo y silencio. Cerca de la plaza de toros, la sierra ondula sus carnes como una quieta montaña rusa de encinas y suelo de dehesa. Los toreros, porque son toreros, se lo toman tan en serio como hay que tomárselo, aunque esta tarde hayan venido a este ruedo como si fueran a un tentadero vestidos de luces, con cuadrilla y estoque para matar de verdad. Y en el ruedo, los toros también tienen armas para herir y aun matar, que la verdad del toreo es esa, dos verdades que se enfrentan en la lucha. Lama de Góngora —ay, las espadas— torea muy despacio, muy bonito, muy hondo, con el toro que se deja; Joaquín Galdós solventa muy bien los dos «episodios nacionales» que le han tocado en suerte. El peruano, que tiene oficio, parece animado por la imagen gigantesca de su paisano Roca Rey. Rafa Serna se entrega y puede, y lo demuestra, y hace del brindis celestial a su abuelo una razón para cruzarse ajustado, mientras un esaborío –un respeto- se empeña en demostrarnos que su mejor palabra es el silbido. Tres sueños de seda y oro, siempre mal pagados en estas tonsuras rurales —frente a toros que matan—, se empeñan, con cuánta verdad y torería, en mantener viva la vieja España «devota de Frascuelo y de María.» ¡Viva el toreo!

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