CARDO MÁXIMO

Veinte años vivo

Me invade la angustia porque reflejo mi propia vida en el espejo de su existencia, vil e injustamente cercenada

Homenaje el pasado día 30 de enero recordando el cruel asesinato de la pareja RAÚL DOBLADO
Javier Rubio

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Siempre, lo más desgarrador de la muerte es ponerle rostro. Hace veinte años escribí esa frase referida a Alberto Jiménez Becerril y Ascensión García Ortiz. Eran jóvenes como yo aunque ellos tenían tres hijos. Coincidía con él a diario en el Ayuntamiento, de Ascen espigo los recuerdos en Semana Santa o en la Feria, pero poco más. A menudo charlábamos, ocasionalmente habíamos compartido un café o una cerveza, se le auguraba porvenir en la carrera política: ellos y yo, veinte años atrás, teníamos la vida por delante. En julio de 1998 nació Marta y, cuatro años después, Cristina. Dos años antes de eso había muerto mi padre y más tarde, mis suegros, cuyo piso de Heliópolis compraron de manos del entonces concejal de Hacienda y Patrimonio municipal. En estas dos décadas se casaron mis sobrinos y les nacieron sus hijos, la familia creció, celebramos aniversarios y cumplimos años. Uno detrás de otro. Sin más ausencias que las que dicta la inexorable ley biológica. Desde enero de 1998 habré enjaretado no menos de cuatro mil artículos, habré editado –calculando por encima– no menos de 50.000 páginas de periódico y habré escrito –qué se yo– un millón de palabras. Por eso, cuando pienso en las cosas que Alberto y Ascen han dejado de hacer en estos veinte años, me invade una angustia terrible. Porque reflejo mi propia vida –la alegría de los días felices, las tribulaciones de las jornadas desdichadas, los sinsabores y los deleites– en el espejo de su existencia, vil e injustamente cercenada para servir a un supuesto bien mayor: la independencia del País Vasco.

Yo mismo he cometido el mismo error, sin pretenderlo, en multitud de ocasiones. Porque le he dado a su asesinato alevoso, al crimen que los arrebató de la faz de la tierra, un carácter simbólico, como si su juventud y su campechanía, como si las sonrisas de sus hijos desvelados esperando a sus padres, como si los aniversarios y los cumpleaños de su familia, como si las tristezas y las alegrías de cuantos los rodeaban se hubieran ofrendado a un dios cruel y despiadado con tal de deshacernos de las alimañas de ETA. Como si los demás, los que nos pintamos las manitas de blanco e hilvanamos sentidos elogios fúnebres, hubiéramos pagado con la sangre de Alberto y Ascen nuestro propio rescate para seguir, en estos veinte años, con nuestras vidas como si tal.

Sólo una certeza me sostiene cuando me sobreviene la angustia de todo el tiempo que les robaron. El compromiso de que nunca más tomaré su nombre en vano, nunca más los presentaré subidos al pedestal de mártires de la patria, la democracia y el orden constitucional. Nunca dejaré de pensar en ellos como lo que fueron: un matrimonio en la flor de la vida al que les robaron estos veinte años (7.305 días con sus noches) que yo sí he vivido.

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