TRAMPANTOJOS

La Universidad enferma

El caso Cifuentes desvela el problema universitario:triunfa la ley del mercado y no la del conocimiento

La Universidad ya no es sinónimo de reflexión EFE
Eva Díaz Pérez

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Hace tiempo que la Universidad se convirtió en una fábrica de oficios más o menos cualificados. Atrás quedó el fin último de este supuesto templo del saber:enseñar a pensar. ¿Quién va a la Universidad para aprender a reflexionar? En muchos casos dirán que eso sería perder el tiempo, una distracción que apartaría al alumno de lo verdaderamente importante:tener éxito laboral y, por supuesto, económico.

Además de un asunto de tratos de favor por la corrupción política que cimenta muchas universidades, el vergonzoso caso Cifuentes ha destapado la actual situación de la enseñanza superior. Hoy la Universidad plantea una ética del saber que nada tiene que ver con el conocimiento sino con el beneficio. De ahí la pérdida de «prestigio» utilitario de las carreras de humanidades. ¿A quién le interesa tener ciudadanos críticos que sepan pensar? Tampoco en las titulaciones de ciencias, donde es tan importante la lógica del pensamiento y la deducción, se fomenta esto sino virtudes tecnológicas en muchos casos vacías de contenido.

No hace muchas décadas la Universidad abrió sus puertas a todos. Las becas ayudaron a que las clases más desfavorecidas pudieran acceder a los estudios superiores. Por fin parecía haberse conseguido la revolución pendiente:la de la educación y la cultura. Cualquiera que se esforzara y que tuviera cualidades podría llegar a lo que quisiera. Había llegado la igualdad.

Pero lo que llegó fue la perversión del sistema permitiendo una falsa democratización; es decir, que también el que no mostraba ni esfuerzo ni cualidades pudiera estudiar y conseguir un título. Y se produjo el colapso. Demasiadas universidades y demasiados licenciados en un país donde nunca se ha valorado la excelencia.

El último capítulo fue el advenimiento del mercado. Fue el momento del máster, la fórmula perfecta para que no todos fueran iguales. Claro que la diferencia no estaría en la brillantez del estudiante sino en el dinero. Y la Universidad vio el negocio. El sistema educativo ayudó a que fuera obligatorio tener un máster, aunque estuviera basado en el asunto más absurdo e hiperespecializado. Y así están los estudios de posgrados llenos de ignorantes maestros de la nada.

El resultado es una Universidad donde no se cuida a los mejores alumnos sino a los que pueden pagar uno, dos o tres másteres. Lástima, triunfaron de nuevo las leyes del mercado donde debería haberlo hecho el conocimiento. El futuro llega desmemoriado, casi ágrafo pero, eso sí, cargado de títulos en la cartera.

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