Silencio

Pronto la aspiración de ausencia de molesto ruido se popularizará como lo hicieron los viajes

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Javier Rubio

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Las redacciones solían ser lugares muy ruidosos. De hecho, no hay periodista veterano al que no le sorprenda el silencio de las actuales salas de prensa donde se habla muy quedo y sólo retumba muy levemente el tableteo de los teclados ergonómicos. Nada que ver con otros tiempos: las máquinas de escribir hacían un ruido del demonio, se hablaba por teléfono a voces, las radios y los televisores contribuían a aumentar el nivel de decibelios, las campanitas alertaban de las noticias urgentes en los teletipos y se porfiaba, por cualquier motivo banal, a voz en cuello.

Cualquier acontecimiento imprevisto, incluidas por supuesto las noticias, se voceaba a gritos. Y, a pesar de todo, escribíamos. A contrarreloj, con todo en contra y un barullo que ahora nos asustaría, pero nos venía la inspiración y lográbamos componer la página como fuera. Pero eso cambió y, ahora, poner un pie en la redacción sobrecoge.

Hace tiempo que dejamos de asociar el ruido al trabajo pero seguimos admitiéndolo en el ocio. Los bares son templos consagrados a la barahúnda. Parecen tan apropiados la vocinglería, el entrechocar de la vajilla y los bufidos de la máquina del café que se nos pega como una segunda piel en cuanto ponemos un pie en ellos. Como si el ruido fuera una adherencia más de esa bayeta mugrosa que va dejando su rastro pringoso por las mesas y va impregnando las paredes, el mobiliario, las cristaleras y uno a uno a todos los que penetran en ese claustro donde habita la confusión. El último ruido que se ha incorporado al catálogo es el del vídeo descargado en el teléfono móvil.

Por lo general, una grabación que llega a través de uno de los tropecientos grupos de mensajería y que se reproduce en medio del establecimiento sin el menor recato. Y allá que suenan las voces gangosas, las palmas, los ladridos del perrito o las consignas coreadas por una manifestación en las chimbambas con ese timbre entre gutural y de lata con que aturden todas las cosas en los aparatos electrónicos.

Lo mismo que el AVE ha proscrito las chácharas y los timbrecitos en un vagón silencioso, llegará el día que veamos bares sin ruidos, sin esos anuncios atronando en el televisor a los que nadie les echa la menor cuenta en los que la cucharilla removiendo el café sea el único ruido permitido y por un brevísimo lapso de tiempo.

Habrá quien replique que eso y no otra cosa eran los elitistas clubes sociales londinenses donde las alfombras mullidas prevenían del incómodo rechinar de las suelas de los zapatos. Sólo que pronto la aspiración de ausencia de molesto ruido se popularizará como lo hicieron los viajes y ya no será cosa de dandis ni cartujos vivir en silencio sino un derecho inalienable que la mayoría demande.

Necesitamos el silencio. También los periodistas en medio del fragor del ruido que provocan las noticias. En eso estamos.

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