TRAMPANTOJOS

Sevilla underground

En los setenta Sevilla protagonizó un episodio de la contracultura que apenas se ha contado

Eva Díaz Pérez

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Ya sabemos que la nostalgia se vende bien. Hay un revival de los setenta y los ochenta que se proyecta en el éxito de series, webs y productos que explotan el pasado reciente. Nos hemos dado cuenta de que el álbum de anteayer ya tiene una pátina de colores desvaídos y de memoria de la melancolía. Hay quien cuelga fotos y vídeos prehistóricos para recordarnos la ciudad de no hace tanto y quedamos arrasados al comprobar las calles que ya no existen, las vías del tren desaparecido, las plazas con los columpios de nuestra infancia.

La Sevilla de los setenta ya ha entrado en el prestigioso edificio de la memoria y varias noticias culturales han rescatado ese imaginario. En el Centro Santa Clara una exposición de la obra de Quico Rivas recupera aquella Sevilla del Equipo Múltiple y del Centro de Arte M-11, escenario de audaces aventuras artísticas. Mañana, Nazario, el dibujante del underground, presenta la segunda entrega de sus memorias que recuerdan bizarros episodios sucedidos en aquella Sevilla de contrapostales. Y este fin de semana, el crítico Jordi Costa, autor de «Cómo acabar con la contracultura», ha recordado en el Festival Bookstock que en Sevilla se gestó uno de los episodios más auténticos de la contracultura. Mucho antes de la domesticada y bien difundida movida madrileña o incluso de la exquisita Gauche Divine de Barcelona. La de Sevilla la protagonizaron niños de barrio que se reunían no en la sala Bocaccio como los ángeles divinos de la Ciudad Condal sino en tascas en las que se escuchaba música norteamericana y se hacían jam sessions por bulerías.

Yo no tengo recuerdos de aquello. Acaso evoco vagamente las canciones de Smash, Triana, Alameda. Y Silvio, claro. Sólo me llegan difuminadas las imágenes de la Glorieta de los Lotos del parque de María Luisa de un domingo soleado cuando se reunían los niños del underground y mis padres me hacían fotos dando de comer a las palomas.

Una Sevilla de vinilos y de extravagancias en La Carbonería, llena de poetas borrachos y pintores bohemios reunidos en los antiguos establos de la casa del judío Samuel Leví, tesorero del rey don Pedro. Versos sonámbulos, olor a jazmines, vino y gatos. Sevilla sorprendente de psicodelias y mostradores de cinc en tabernas de vinazos, melenudos que improvisaban rock progresivo y aflamencado y que escribían aquel Manifiesto del Borde: «Imagínate a Bob Dylan en un cuarto, con una botella de Tío Pepe, Diego del Gastor a la guitarra y la Fernanda y la Bernarda de Utrera haciendo compás y dile: canta ahora tus canciones. ¿Qué le entraría a Bob Dylan en ese cuerpecito?». Pues eso...

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