Santa Pola

Por ser quien mejor conoce su partido, Rajoy sabe que ha llegado la hora de dejar que decida su suerte por sí mismo

Rajoy atiende a los medios de comunicación EP
Ignacio Camacho

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Para ser un buen expresidente basta con estar callado y no meter la pata. Ésa fue también la receta que Mariano Rajoy aplicó a su etapa de Gobierno, con suerte varia: desencantó a buena parte de sus votantes pero logró evitar el rescate financiero de España. Ahora que vuelve a ser, después de tanto tiempo, un ciudadano sin responsabilidades públicas -porque la expresión «ciudadano normal» no cuadra con personalidades cualificadas-, ha hecho mutis con indiscutible elegancia: renunciando a los privilegios que le corresponden, al coche oficial, al acta de diputado con su correspondiente fuero ante los tribunales, al personal de apoyo y a la paga. Su regreso al Registro Civil de Santa Pola nos devuelve a los tiempos en que soñábamos con una democracia sin sobresaltos ni estridencias, a la usanza estoica, apacible y calvinista de las naciones escandinavas. Aunque ese discreto retorno a la vida cotidiana no le deba de costar demasiado esfuerzo a un gobernante que siempre se ha movido en la política con la impronta de una rutina burocrática.

Sucede, sin embargo, que los suyos se sienten ahora huérfanos, que después de tanto clamar porque se fuera y dejase paso libre se ven envueltos tras su marcha en un ataque de perplejidad y vértigo. Quizá porque en el fondo nunca terminaron de creer que se marcharía, llegado el momento, sin señalar sucesor ni controlar el proceso. Estos días hay en el PP una atmósfera de estupor ante el curso de los acontecimientos; acostumbrados a la obediencia, a la disciplina y al silencio, los cuadros directivos no saben qué hacer al verse en el desconocido trance de afrontar el futuro con su propio criterio. Trinan contra Feijóo, al que habían nominado in pectore para que los sacara del atolladero, y se asombran de que el líder supremo se haya ido a casa sin hacer ruido ni preocuparse de los cabos sueltos. De repente se han encontrado con el destino del partido en sus manos y sin idea de cómo resolverlo; un pavoroso síndrome de desamparo, de vacío y de miedo, como si tuviesen que tirarse sin arneses por un despeñadero. Esperaban una cooptación más o menos simulada para sumarse a ella sin mayor esfuerzo y ahora se ven ante un debate interno que contemplan, por falta de hábito, como un desgarrador enfrentamiento. Adolescentes, niños más bien, aquejados de un brusco trauma de abandono paterno.

Pero el padre se ha ido de veras, aunque antes lo echasen a empujones, y su marcha tiene carácter irreversible, definitivo. Quizá en el sosiego de Santa Pola, ante sus eternos atardeceres marinos, alcance a entender lo que sucedió en las últimas semanas desde la ingrata lucidez del retiro. Pragmático como es, esperará que la distancia del tiempo ponga su trayectoria en su sitio. Y por ser sin duda quien más a fondo conoce su partido, sabe mejor que nadie que ha llegado la hora de dejar que decida su suerte por sí mismo.

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