El pan

Cerrar una panadería enun pueblo es cerrar la despensa de la memoria

Antonio García Barbeito

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Aun con la puerta cerrada, aquella casa tenía aliento de pan. Le olía a pan la boca, y las ventanas, y todos los cuartos; a pan olían sus habitantes, como si estuvieran hechos de harina amasada, como si fueran humano pan, nacidos del heñir de las manos de la Mano, como si hubiesen llorado y dormido en artesas, en vez de cunas, con la callada nana de una fermentación de levadura, leudo gregoriano paniego. Aquella casa olía como olían todas las casas panaderas de la tribu, como la de Guadalupe la de Matías, y la de Benjamín, y la del Zurdo, y la del Carmelo… Un quinario de olores por las calles, un bendito quinario de olores con el que engordaba el aire. Aquella panadería tenía el horno sobre la pared lateral de la calle, y cuando los chiquillos, en el invierno, pasábamos camino de la escuela las mañanas de frío, nos pegábamos a la pared y pegábamos en ella las manos para calentarnos, invisible brasero en la blanca verticalidad de la cal.

Todo era pan allí, amasado, horno, despacho. Un ruido de medias, bollos y molletes sonaba en aquellos cajones como pesebres donde colocaban el pan para la venta, y al frente del despacho, limpia, seria, con un impecable delantal, María Josefa. María Josefa era el pan cuando éste llegaba al mostrador, aquel ventanuco que tenía aires de taquilla del cine o de torno conventual: «Mari…, dame dos medias y tres bollos, y apúntalo en lo mío…» Para amasar y hornear, en la trastienda de la tahona, cerca del horno y la pala del pan, los tableros donde se colocaban las piezas recién amasadas, allí, desde que su padre murió, el joven hijo varón de María Josefa, Matías, alma y corazón de pan, de pan bendito. En las noches de la Plaza del Cabildo, noches de juego infantil o de fiestas, de corros de niñas y de trajín de pueblo que va y viene, la panadería de Mari seguía soltando un alimenticio aliento de pan. Murió Mari, se creó una cooperativa, pero la casa seguía respirando con aire de pan, de despacho. Matías, además, ya no era aquel muchacho joven y fuerte, y los males puñeteros que han cerrado el despacho le han cerrado los ojos. Ha muerto el pan dos veces, porque cerrar una panadería en un pueblo es cerrar la despensa de la memoria, la despensa básica de aquellos años que lo arreglaban todo con «pan y lo que sea», pero que no falte el pan. La Plaza ya no tiene aliento de pan, y Matías, en su silencio definitivo, verá pasar por su callada memoria un diario maná de bollos, medias, molletes… La Plaza se le habrá quedado, exclusivamente, para un resumen de los días de Santiago, aquella pasión suya. Y el aire de la Plaza pasará hambre -hambre de pan- todos los días.

ANTONIO GARCÍA BARBEITO

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