Nunca caminará sola

Qué lección de compostura la de esa madre capaz de afrontar la tragedia con la nobleza de una heroína griega

«Aquí yace la esperanza. Silencio, silencio» (Mariano J. de Larra)

Los padres de Gabriel Cruz, en la capilla ardiente instalada en la Diputación de Almería EFE/Carlos Barba
Ignacio Camacho

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Esa mujer, Patricia, la madre del niño Gabriel Cruz, dio ayer en la radio de Herrera una lección de elegancia moral, de mesura, de aplomo, de sensatez, de entereza. Quebrada de dolor como nadie puede estarlo más que ella, no se permitió una palabra de rabia, ni de odio, ni de exasperación, ni de derrotismo siquiera; sólo el profundo, amargo, descorazonador abatimiento de la tragedia. En medio de la convulsión nacional, del griterío de las redes sociales, del sensacionalismo mediático y de la carnaza fisgona, la víctima salió a escena con la nobleza y la compostura de una heroína griega. Hay que tener mucha presencia de ánimo, mucho temple, mucha integridad para mostrar esa condición tan serena. A sabiendas de todo lo que le espera, del calvario de una vida destrozada, de la soledad y el desamparo que no podrá aliviar ninguna condena, de la certeza inconsolable de que nadie sale indemne de esa experiencia.

Esa admirable demostración de dignidad y de grandeza merece un respeto. Reclama que la sociedad reaccione con el mismo recato, con la misma integridad, con similar discreción, con un decoro idéntico. Que el ruido periodístico y la ira popular no ensanchen su desgarro ni pongan altavoces a la brutalidad ni trivialicen su indecible sufrimiento. Que se aleje de ella la tentación del espectáculo escabroso y truculento, que se proteja su derecho a la aflicción íntima del duelo, que nadie violente el drama interior de una madre reventada por dentro. Que la dejemos «reaprender a andar» -son sus palabras- sin entorpecer su camino, sin suplantar su angustia, sin agrandar su tormento.

La majestuosa, conmovedora categoría moral de Patricia Ramírez exige un país a la altura de su estilo. Donde no quepa el escándalo efectista, ni el amarillismo logrero, ni el descaro desaprensivo. Donde no haya voces grandilocuentes que quieran apropiarse de su congoja o elevarse sobre su grito. Donde ningún imbécil con conexión a internet pretenda enseñarle lo que por desdicha ya ha aprendido. Merece un país que la acompañe en la desesperación y le transmita un aliento emotivo, una empática bocanada de piedad y de cariño; que le haga saber que nunca caminará sola y le dibuje arabescos de esperanza, volutas de humanidad en forma de pescaíto.

Y sí, merece también una justicia cabal, escrupulosa, plena. Una justicia que aunque ya no pueda redimirla de la tristeza proporcione al menos un cierto sentido del equilibrio a su pérdida. Una justicia que tenga en cuenta que esta madre ya ha sido sentenciada a la amargura perpetua. Una justicia que deje claro que para el insondable vacío que deja un crimen así no existe perdón; no al menos sobre la tierra. Y que la culpa de matar a un niño, de arrebatarle todo lo que podía llegar a ser, implica un castigo de máximas consecuencias.

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