CARDO MÁXIMO

Dilemas morales

Aun sin la tensión de vidas en juego, el gobernante tiene que atravesar solo el desfiladero

Javier Rubio

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Empecemos por lo menos obvio. El Ayuntamiento decide talar -ellos le llaman apear, que suena más aséptico- los árboles de la avenida de Cádiz, penosos en su estado con oquedades y descompensaciones de la copa que pueden causar una tragedia el día menos pensado y al minuto se alza un coro de vecinos bieintencionados, ecologistas de diverso pelaje, oportunistas de última hora y demagogos de toda laya criticando la medida. Da igual si hay razones técnicas que lo aconsejen, si hay avales científicos a la decisión y si se había producido alguna petición vecinal. Y se le presenta al gobernante -nada de política ficción, tal fue la secuencia de hechos de ayer en Sevilla- el dilema moral de seguir adelante con su decisión, exhibir determinación amparado en los criterios que guiaron su acción o dejar pasar la ocasión, templar ánimos y esperar a que la razón -que le asiste- se imponga por su propio peso. Estamos hablando de árboles, así que las consecuencias de esos actos no revisten el grado de dramatismo que reservamos para las decisiones en que están en juego vidas humanas. Aun sin esa tensión, el gobernante tiene que atravesar el desfiladero solo, sabiendo que de sus actos se derivarán consecuencias.

¿Lo sabe esto Pedro Sánchez? ¿Es consciente de que las esperanzas que da a los secesionistas, agasajados sin rubor en la visita del presidente de la autonomía catalana a la Moncloa, se traducirán antes o después en conflictos? Y que todo lo que haga o deje de hacer, diga o deje de decir, tendrá su inmediato correlato. Rajoy, al que ahora entendemos mejor que antes, debió intuir que la mejor manera de no agravar el problema era mantenerse a prudente distancia sin traicionarse a sí mismo. Y eso fue lo que hizo.

Así llegamos al meollo de la cuestión. El de la conciencia de quien tiene que tomar una decisión de tanto calado como autorizar la operación de rescate de los niños tailandeses atrapados por la crecida de las aguas en una cueva de la provincia de Chiang Rai. Porque alguien habrá dado su consentimiento para proceder al rescate en unas condiciones ciertamente angustiosas y es a esa persona en la cúspide de la toma de decisiones a quien se vuelven los ojos en caso de que algo salga mal. El dilema moral -aquí, descarnada y rotundamente a la vista, al tratarse de menores de edad- está presente no sólo en la mesa de despacho donde se da visto bueno a la operación sino sobre el terreno, en la lúgubre oscuridad de la gruta donde los buzos tienen que decidir el orden de la evacuación. ¿A quién salvar primero: al más fuerte, al más experimentado, al más nervioso, al más débil, al más temeroso?

Podría llegar a ponerme en el lugar de Espadas o incluso de Pedro Sánchez. Pero el dilema moral de establecer una prelación en el salvamento se me haría tan cuesta arriba...

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