Casarse con uno mismo

Casarse también es encontrar trabajo gracias al marido, pero eso es una cuestión de Pedro Sánchez y compañía que no se puede criticar para no parecer facha

Francisco Robles

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Las modas tienen límites temporales. En cuanto llegan, pasan. Lo que hoy nos parece el último grito, mañana será una antigualla. Como señala el maestro Maravall en La Cultura del Barroco, aquella sociedad del XVII fue novelera porque tenía que contrapesar el fuerte carácter conservador que la definía. Ahora sucede lo mismo, pero con la tecnología como un trampantojo que nos hace creer modernos cuando nos limitamos a repetir los modelos del pasado. ¿O es que alguien cree que las nuevas tecnologías sirven para algo más que para reproducir los mentideros en Internet, ese corral de vecinos virtual donde unos se exhiben y otros meten la nariz en la vida ajena porque están aburridos en la suya?

La penúltima -nunca digas la última, como en los bares- moda que nos ha llegado de Estados Unidos es la sologamia. Ya habíamos leído noticias al respective sobre esas bodas en las que una chica -los hombres caemos menos en eso- se casa consigo misma. Sí, ha leído usted bien: no se casa con nadie, sino consigo misma ante un montón de invitados con anillo incluido. Eso sí: hasta que la muerte los separe, cuestión metafísica que podría provocar mil y una tesis apoyadas en argumentos antropológicos, sociológicos y, sobre todo, psicológicos. Porque separarse de uno mismo es caer en una bipolaridad extrema que Hacienda podría perseguir: el autodivorciado tendría que pagar sus impuestos por partida doble, para solaz del Montoro o la Montero de turno.

La sologamia ha llegado a la Andalucía profunda. Anoche se casó una señora de Arahal con la misma señora de Arahal. Cincuenta invitados, según recogía la compañera Carmen González en una página de ABC que es para enmarcarla, porque refleja, cual espejo de Stendhal, lo que sucede en nuestra época. Embaucados en el egocentrismo que llega hasta los límites de la egolatría, creemos que se vive mejor en esa soledad ausente de compromisos. Casarse es dar una palabra, empezar un proyecto, ponerse a disposición de la persona amada, acompañar y querer, amar por encima de todas las cosas, incluida la tarjeta de crédito. También es encontrar trabajo gracias al marido, pero eso es una cuestión de Pedro Sánchez y compañía que no se puede criticar para no parecer facha: si hubiera sido la señora de Rajoy, entonces la crítica sería progre. Casarse es dejar de ser yo para empezar a ser nosotros. Y eso no puede asumirlo una sociedad que fija el culmen de sus valores en el consumo individualista y compulsivo, en la felicidad a corto plazo, en el aquí y ahora sin esfuerzo alguno.

Casarse con uno mismo es pasar la noche de bodas en esa soledad autocomplaciente donde no habitan el miedo ni la esperanza, en esa reclusión sin ventanas que nos traigan la lluvia o el sol, la nieve del desengaño o los colores de una primavera que se parece demasiado al cuerpo amado. Casarse con uno mismo es todo lo contrario de lo nuevo y de lo moderno, porque nos retrotrae a la soledad de la caverna donde no hay más ilusión que las platónicas figuras que aparecen tras el fuego que nunca nos quemará. El traje de novia es un disfraz en este caso, y no un anuncio. Como dice un buen amigo, si la mujer que te enamora empieza a ver trajes de novia, date por casado. Pero con dos anillos en vez de uno.

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