Yolanda Vallejo - HOJA ROJA

Y ella sola se murió

Dice el diccionario de la RAE, el mismo que acepta almóndiga y toballa ...

YOLANDA VALLEJO

Dice el diccionario de la RAE, el mismo que acepta almóndiga y toballa, que el adanismo es la “tendencia a comenzar una actividad sin tener en cuenta los progresos que se hayan hecho anteriormente”. Como todos venimos de Adán, -algunas incluso de una de sus costillas- resulta, a veces, muy complicado entender que el mundo existía antes de que nos diera por organizarlo a lo Marie Kondo. Mover los muebles de sitio nos puede llevar a conclusiones erróneas, la habitación parece otra cosa, pero en el fondo sigue siendo la misma. La prueba la tiene en este fin de semana alargado por el primer puente del año. Trofeo Carranza, mercado andalusí, carnaval fuera del carnaval y besamanos-gymkhana –lo de ir hasta Loreto me puede, lo confieso- magnísimo, como las grandes novedades del verano gaditano. Que no nos falte de ná. Y todo bajo un mismo denominador común, “hemos descubierto la piedra filosofal”. Porque antes de ellos, al parecer, no había nada; caos y oscuridad por encima del abismo, como mucho. Por no haber, no había ni siquiera esa complicada operación matemática con la que se van a resolver las puntuaciones del COAC – ¿por qué un cuplé de chirigota pondera menos que un tango de coro?, ¿por qué el popurrí puntúa igual en todas las modalidades? En fin.

Pero no era de esto de lo que le iba a hablar. Ni siquiera de la supuesta vuelta a los escenarios de Teófila Martínez –el título no iba por ahí, se lo aseguro. Tampoco de la generosidad del alcalde con sus sobrantes. No. Le voy a hacer la crónica de una muerte anunciada, de una muerte natural, en cualquier caso.

Verá. Las barbacoas –en su versión tradicional y en su versión gamberra- no fueron un invento de nadie. En todo caso, de los que aprovechando el cemento –nunca me cansaré de decir lo horrible que me parecía una playa con cemento- y el rescoldo de las casetas, se juntaban para cenar en una noche en la que dos partidos de fútbol eran la excusa perfecta. A partir de ahí, reforma del paseo marítimo incluida, la gente se iba a la playa a comer y a beber como para justificar aquello de “el final del verano llegó…”. Nada más. Lo que vino a continuación fue la apropiación política por parte del entonces equipo de gobierno de algo que ya existía. Teófila no inventó las barbacoas del Carranza, aunque sí se aprovechó de ellas para dar más sentido a lo de la ciudad que sonríe y esas cosas. En el año 2000 –ya ha pasado tiempo-, al Ayuntamiento le dio por querer entrar en los Guinness con esto –lo tenía más fácil con el paro y la infravivienda, pero bueno- y el entonces concejal de playas y comunicación, el que contaba a la gente para luego hacer sus propias cuentas, afirmaba que estábamos ante "la mayor concentración del mundo de personas alrededor de barbacoas". El mismo concejal que se reía porque los operarios de la limpieza habían encontrado muebles, puertas y “hasta un bidé” –las hemerotecas es lo que tienen-. Ya entonces andábamos los cuatro derrotistas de siempre dando la brasa –por lo del carbón- con el despropósito en el que esto se estaba convirtiendo. Nadie nos hizo caso. Pero vendrían tiempos peores.

En 2004, los supermercados hacían su agosto con aquellos “lotes” de pitracos con los que la gente se deslumbraba aún más que con las luces de la playa. Ya había carteles de “no traigan muebles a la playa”, una auténtica vergüenza, si lo piensa con algo de frialdad, y la familia Zapata hacía barricadas a las siete de la mañana, síntoma inequívoco de la decadencia, porque aunque aún no lo sabíamos, las barbacoas se estaban desangrando internamente. En 2006 la Demarcación de Costas impuso duras normas; un año más tarde, las barbacoas se celebraron en jueves y Regla Valiente empezaba recoger firmas para que se prohibieran. La playa ya no estaba igual que una feria.

Después ya nadie sabía qué hacer. Yo no he sido, yo tampoco. Yo no he ido, yo tampoco. Yo no quiero, yo tampoco. Ni el cambio de fechas, ni la acotación de módulos, ni siquiera la prohibición explícita –no hacer fuego, no reventar la pailas- devolvieron la salud a unas barbacoas que estaban heridas de muerte y seguían, aun así, nadando para morir en la orilla. Allí las dejó el anterior equipo de gobierno, porque Cádiz ya no era la ciudad que sonreía, sino la que funcionaba –eso decían- y lo de mirar para otro lado se había convertido en el capítulo preliminar de la ley de esta selva.

No. Este alcalde no ha matado a las barbacoas. De hecho, en 2015, en su primer año triunfal, anunciaban que “las barbacoas del Trofeo Carranza se extenderán por toda la playa”-insisto, las hemerotecas son muy peligrosas-, con la intención de “recuperar el sentido original y la espontaneidad” de la fiesta, fuese cual fuese el significado de espontaneidad, claro está. Ni eso fue posible.

La herida estaba infectada y la gangrena ya había hecho su aparición. Septicemia se llama, y suele tener mal pronóstico.

No. Este alcalde no ha matado a las barbacoas, por mucho que sus palmeros le hagan el fin de fiesta. Entre todos la mataron, pero ella sola se murió.

Ser el primer Adán tuvo que ser muy fácil. Pero ahora hay demasiados extraños en el paraíso.

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