OPINIÓN

Treinta y ocho segundos

Maldigo todo el agua del mundo y me avergüenzo de estar seco y de esta vida esperando que llegara el viernes; de todas las veces que malgasté el tiempo queriendo que pasara, que amaneciera o que anocheciera

FRANCISCO APAOLAZA

Mi madre teme a las serpientes y a las riadas. Recuerdo una pesadilla que contaba a veces en la que subía el nivel del agua en San Sebastián y ella y mi padre se montaban en una barquita y navegaban entre aquel diluvio universal. Remaban hasta la cima de alguna montaña convertida en isla. Dentro de ese pequeño arca me llevaban a mi de niño, porque siempre somos niños en los sueños de nuestras madres.

Recuerdo aquel sueño ajeno este día que está hecho todo entero de la noche de Mallorca y que transita atrapado en un remolino de piedras, de troncos y de coches. Allá va aquella madre que logró sacar a sus dos hijos antes de ahogarse dentro del vehículo. Nadie sabe dónde está el tercero crío, un chaval de cinco años al que el destino, que a veces es un cerdo, preparó ayer una cunita en algún rincón entre el lodo y las ramas. Baja por la calle de esta columna el anciano al que el frío del agua sorprendió en el sótano y que no pudo escapar de la marea. Un poco más allá, dos turistas británicos se suben al último taxi de su vida y cuando los imagino, suenan las teclas como pies golpeando los cristales de las ventanillas.

Junto a este palacio de Bilbao contemplo pasar el agua oscura, mansa y fresca de la ría que serpentea la ciudad como una boa entre los juncos. Delante de mí, el camarero del café Iruña prepara un café templado y, antes de posar el platillo sobre la barra, su bayeta dibuja en el mármol -de la vitrina al servilletero- un arco iris de humedad que tarda en secarse exactamente treinta y ocho segundos. Vivimos instalados en lo eterno, pero somos un soplo de polvo en un rincón de un universo olvidado. Existimos en un parpadeo. Hablaremos en términos absolutos del bien y del mal y de los mandatos divinos de los pueblos elegidos. Torra abrirá los mares en La Junquera, Casado colgará una banderita en el balcón de Génova, Sánchez se subirá en un avión del Ala 14 y los policías posarán su mano sobre la nuca de los ex vicepresidentes detenidos mientras entran en los coches zeta. Cada uno de nosotros pensará que carga en sus hombros con el peso de los días y del destino de los hombres, pero en la línea del tiempo de las cosas que existen, toda la historia de nuestra especie durará los treinta y ocho segundos que tarda en secarse el agua de la bayeta sobre la barra del Iruña de Bilbao.

Maldigo todo el agua del mundo y me avergüenzo de estar seco y de esta vida esperando que llegara el viernes; de todas las veces que malgasté el tiempo queriendo que pasara, que amaneciera o que anocheciera. Me sonroja ahora hasta tenderete escandaloso de voces y de risas y de chapoteos que montan mis hijas cuando juegan en la bañera a esta misma hora en la que, calculo, se debe estar llenando la casa de un dulce olor a jabón. Dicen que hacen falta seis centímetros de agua para arrastrar a un hombre en una riada. Dicen que somos agua. Por todas partes, agua.

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