OPINIÓN

Signos

Ahora para descifrar un menú, más que un experimentado gastrónomo, tienes que ser un experto en semiología

Ramón Pérez

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Los signos también nos alimentan. Si no es que al menos fomentan un efecto placebo que, además de dejarnos con sensación de hartazgo, contribuyen nocivamente al aumento de nuestro índice de grasa corporal. Normalmente dejamos a nuestra vista la responsabilidad de llevar a cabo elecciones que deberían corresponderles por naturaleza propia al gusto y al olfato. Y la vista es una princesita caprichosa y malcriada que se deja seducir por las galas de príncipes azules, tan impostores como aquellos líderes políticos que cuelgan en sus despachos másteres obtenidos sin haber pisado las aulas.

Vivimos en una sociedad que ha alcanzado tal grado de desarrollo que, hoy por hoy, en cualquier bar de pueblo en el culo del mundo podemos encontrar cartas de menús con ese grado de sofisticación que, hace apenas unas décadas, constituían las señas de identidad de restaurantes tan exclusivos como Maxim’s, por citar un caso emblemático. Los modernos procesos de digitalización ofrecen una interminable panoplia de tipos de letras que permite al dueño del restaurant quedarse con la menos legible de todas, por más que esa ilegibilidad también contribuya a engrandecer el prestigio de sus fogones.

Ahora ya no se come a la carta, sino que es la carta precisamente lo que se come. Por eso digo que hoy en día nos alimentamos, antes que nada, de signos rebuscados y de vistosos diseños iconográficos. En este proceso de nutrición semiótica, también las nomenclaturas de los platos, conforme van entrando por nuestros ojos, ya comienzan a remover los jugos gástricos y ponen en marcha complejos procesos lípidos antes de que un solo gramo de azúcares añadidos alcance nuestros paladares.

Hoy en día comemos de forma ‘desautomatizada’. Concepto este creado por los formalistas rusos para designar, en los procesos comunicativos literarios, la fijación de la atención del lector en la manifestación formal del texto. Sí, fijamos nuestra atención en las florituras de la carta que sostenemos entre las manos, y ya estamos dando el primer paso para convertir la comida o la cena en una especie de aventura literaria, un proceso creativo que las más de las veces tiene sabor a comida recalentada, como ocurre con todas las novelas baratas.

Entras a un miserable chiringuito de playa y, en su carta de tapas, ya no encuentras las frituras de pescado de toda la vida, sino el ‘tratamiento al aceite de oliva’. Ahora una ensalada ya no es ensalada si no aparece aderezada con aguacates, scampis y coulis de melón. En esas cartas, que se despliegan antes tus ojos como fantásticas partituras para deleitarte el gusto, el léxico familiar de los ‘aliños’, ‘la roteña’, las ‘salsas’, los ‘encebollados’ y ‘rebozados’, ha sido desterrado y sustituido por los barbarismo invasores de las ‘emulsiones’, ‘reducciones’, la ‘burrata de buffala’, el ‘veloute’ y el ‘almogrote’, por supuesto, con importantes daños colaterales en el apartado económico. Los excesos de la imaginación también suman en el monto total de la factura.

Ahora para descifrar un menú, más que un experimentado gastrónomo, tienes que ser un experto en semiología. Días atrás me topé con un ‘ravioli desestructurado de rabo de toro’. Pensé que ‘desautomatizado’ quizás le hubiera ido mejor a aquel ravioli, pero me conformé con decirle al camarero que lo que quería poco desestructurado o que, en su caso, me conformaba con que me lo pusiera simplemente ‘deconstruido’ al más puro estilo derridano. Ajeno a todas esas consideraciones semióticas, se marchó presuroso hacia la cocina, convencido de que yo no debía de estar enteramente en mis cabales.

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