Yolanda Vallejo - OPINIÓN

Posverdad

Nada más posverdadero que añadir el término ‘solidario’ a cualquier cosa para que se convierta en la acción más noble

Yolanda Vallejo
CÁDIZ Actualizado: Guardar
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No siempre poner nombre a las cosas, incluso aunque acertemos con el nombre correcto, nos libra de la incertidumbre que genera el no saber de qué estamos hablando. Ocurre siempre con los términos importados, intentamos ajustar tanto el significante al significado, que acabamos hablando todos en una jerga tan incomprensible como pasajera. Palabras de moda, lo llamarían los cursis, sin atender a uno de los principios fundamentales de todo lenguaje, primero es el concepto y luego la palabra, nunca al revés. Claro que esa sería una premisa aceptable en unas coordenadas lógicas, que no son precisamente en las que nos movemos.

Por eso, desde que el Diccionario Oxford –que es como el doctor Grijandemor, no vaya usted a pensar que es otra cosa– eligiera como palabra del año el neologismo ‘Post-Truth’ andamos devanándonos los sesos por encontrar, no el nombre exacto de la cosa, que diría Juan Ramón, sino la cosa exacta para el nombre.

Porque sí, lo de la traducción literal es tan forzado como aquello de «from lost to the river», sobre todo cuando nadie se ha molestado en bajar a la realidad, y explicar que el ‘post-truth’ es algo así como la mentira de Goobels –qué asco me da siempre citarlo–, que de tanto repetirla, se convertía en verdad.

En fin, que la posverdad no es más que una mentira asumida como verdad, o incluso una mentira asumida como mentira, pero colectivamente aceptada como creencia o como hecho compartido. Un concepto placebo, para entendernos; un relajante cerebral, si lo prefiere. La idea a la que hace referencia el término se acerca de manera peligrosa a lo que conocemos como hiperrealidad, y tiene que ver, claro está, con la deformación intencionada –malintencionada, mejor dicho– de la realidad para manipular la opinión de los demás. Muy antiguo, dirá usted. Y dice bien, porque desde que el mundo es mundo han existido los charlatanes –acuérdese de Ramonet, o de Blacamán si le parece menos vulgar–, los profetas y los mesías.

Hay que tener muy claro que una cosa es la verdad, y otra la posverdad. La posverdad se basa en algo más sutil que en la objetiva observación de unos hechos, y por supuesto, se basa en algo tan primitivo como los instintos básicos. La proposición es bastante sencilla: Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros, que diría Marx –el de los hermanos, claro está– que traducido resulta, «sigue mintiendo, alma mía, para yo quererte a ciegas». En eso consiste la posverdad, en jugar perversamente con los sentimientos ajenos provocando empatías, para conseguir un fin, llámese triunfo de Donald Trump o anuncio de la lotería de navidad, que para el caso, es lo mismo. Comulgar con ruedas de molino lo llamaría el refranero español. Metértela doblada se diría por aquí, algo a lo que estamos ya acostumbrados.

Verá. No hay nada más posverdadero que añadir el término «solidario» a cualquier cosa para que esta se convierta en la acción más noble que pueda llegar a realizar el ser humano. Somos así de posverdaderos, qué le vamos a hacer. No es lo mismo un bingo, que un bingo solidario, usted lo sabe. El adjetivo le añade una carga semántica de emotividad de la que es difícil escapar sin quedar como un auténtico sieso. Mercadillo solidario, patrimonio solidario –y conste que lo del patrimonio, aún sin solidaridad, me parece siempre una apuesta interesante–, verbena solidaria, concierto solidario… Un éxito, lo de «solidario», que levanta ampollas en nuestras conciencias pequeñoburguesas y nos convierte en pequeños dioses repartiendo limosnas. «Para los pobres», decimos, y echamos el paquete de fideos en la cesta solidaria, con esa tranquilidad posverdadera que nos sitúa por encima de los demás. Es así de mezquino pero así de cierto.

Aunque, en nuestro descargo, siempre podremos decir que tuvimos –y tenemos– grandes maestros. La última posverdad, ya lo sabe, es la iluminación navideña. Tanto gasto en luces, en la ciudad de la exclusión social donde los niños no desayunan y viven sin agua y sin luz, no podía ser bueno. Por eso, este año se reducirá la iluminación navideña, para ahorrar en el chocolate del loro. Porque la campaña navideña solo favorece a los comerciantes que pretenden hacer su agosto, no lo olvide, y lo interesante es iluminar Loreto o el Cerro del Moro, que como todo el mundo sabe, son las zonas más transitadas en estas señaladas fechas. Poner luces en Columela o Ancha solo serviría para incitar el consumo capitalista, algo que está feísimo, y que no casa bien con la imagen de ciudad guay que queremos dar.

Cualquiera se atreve a decir que esto es un mamarracho. Enseguida saldrían las voces posverdaderas a decir que mientras haya un niño sin comer no es necesario gastar en alumbrado extraordinario. Pero a mí no me importa ser políticamente incorrecta –nunca me ha importado- y en este caso no llevan razón. Hay pocas fechas en el año en las que el comercio gaditano puede remontar pérdidas. La Navidad es una de ellas, siempre que haya algún atractivo que pueda hacer competencia a los centros comerciales de la bahía. Llámelo luces, sonidos, animación, llámelo clientes. A oscuras no se ve nada.

A oscuras andamos, iluminados solo por la posverdad de los iluminados que nos gobiernan. Y así nos va.

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