OPINIÓN

Poderes

Da la impresión de que los sistemas político, moral y judicial, en nuestras sociedades avanzadas, han establecido una especie de separación tácita de poderes

Ramón Pérez

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Según se observa, una de las consecuencias que acarrea ese fenómeno denominado corrupción es que unifica el discurso de los políticos. Es como una especie de campo magnético que alinease a todos los átomos en una misma dirección. En este sentido, vemos cómo todos los que se dedican a la cosa pública, según van cayendo dentro de su cada vez más extendido radio de acción, independientemente de la formación política a la cual pertenezcan, claman contra los linchamientos morales, al tiempo que hacen público su más escrupuloso respeto hacia las decisiones de los jueces.

Da la impresión de que los sistemas político, moral y judicial, en nuestras sociedades avanzadas, han establecido una especie de separación tácita de poderes. De este modo cada uno de ellos parece enjuiciar los acontecimientos desde su propia perspectiva y, a partir de ahí, obrar en consecuencia, evitando en la medida de lo posible ruidosas interferencias. Pero al mismo tiempo también se observa entre ellos cierto respeto jerárquico. Es como si los dos primeros debieran esperar el veredicto del último para hacer públicos sus propios dictámenes. Únicamente una vez que los jueces han emitido sentencia condenatoria, parece que ya existe vía libre para la repulsa moral y para las correspondientes destituciones, aunque estas últimas raras veces suelen darse. Más que nada porque son muchos los palos que meten en las ruedas del ya de por sí lento carro de la Justicia aquellos mismos que, de labios hacia afuera, tan abiertamente manifiestan su confianza en ella.

De entre estos tres, resulta evidente que el sistema moral es el hermano pobre. Los otros dos, plenos de poder, apenas prestan atención a su discurso y, en consecuencia, es muy poca su fuerza, por no decir ninguna, para actuar como dique de contención frente a aquellos comportamientos que corrompen la actividad política, o como guía en la aplicación jurídica de las medidas correctoras. El pensamiento moral oscila, pues, entre dos extremos. En uno de ellos pretende erigirse como principio absoluto del orden social, mientras que en el otro no pasa de ser considerado como una molesta traba para el desarrollo de las sociedades.

Según modernos estudios neurofisiológicos parece ser que los escrúpulos morales no son de propiedad exclusiva de nosotros los humanos. También los monos capuchinos e incluso las ratas tienen comportamientos basados en ciertos principios éticos. Rudimentos de justicia y solidaridad se manifiestan entre ellos. El pensamiento moral constituye, pues, si nos dejamos llevar de las ideas de Kohlberg, un logro evolutivo que, según ponen de manifiesto las resonancias magnéticas, tiene directa relación con el desarrollo de determinadas estructuras cerebrales y el consecuente enriquecimiento de las habilidades cognitivas. Así, los implicados en los casos de corrupción también fundamentarían sus comportamientos delictivos sobre sus propias concepciones de justicia y solidaridad, igualmente válidas para el mantenimiento de las relaciones humanas desde un punto de vista estrictamente evolutivo.

Así que si ustedes consideran moralmente reprobables las actuaciones de antiguos presidentes de comunidades autónomas, de ciertos vicepresidentes del Gobierno, de determinados miembros de la Casa Real, de altos cargos en los consejos de administración de grandes empresas o de conspicuos líderes sindicalistas, piensen que actuaron en base al mismo código moral que impulsa a una rata a mostrarse solidaria con otro congénere. Eso siempre y cuando que, en el peor de los casos, no se trate de una regresión cerebral de un Puyol, de un Chaves o de un Rato cualquiera al estadio evolutivo del mono capuchino.

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