opinión

Perros de Jaén (y otros lugares)

El aprendizaje tan rápido entra dentro de lo esperable, pues uno se instruye rápido cuando el sustento depende de ello

Francisco Apaolaza

Una mujer ha confesado en Twitter que un perro abandonado de Jaén -un perro charnego, se entiende- en pocos días ha aprendido catalán y ha olvidado el castellano. Ahora se sabe todas las órdenes catalanas, que digo yo serán una mezcla de castellano y francés. Las palizas políticas que le tiene que dar la dueña al animal... El aprendizaje tan rápido entra dentro de lo esperable, pues uno se instruye rápido cuando el sustento depende de ello. Pedro Sánchez sin ir más lejos anda inmerso en un curso de catalán en diez días. En mi casa, por una loncha de fuet de Tarradellas, en una semana mi labradora Sua te canta Els Segadors en fa sostenido. Sua de pronto se planta delante de uno y le sostiene los dos ojos color de miel y lo mira con ese aire de catedrático y de pronto no sabe uno si se le va a escurrir de las fauces un hilo de baba transparente o va a comentar algo sobre el concepto del eros en Herbert Marcuse.

A Sua, que es suave como una nutria, le interesa la gastronomía, la pelota de tenis, las codornices y en general la caza a rabo que tenemos abandonada para nuestra desgracia. En cambio no le agrada la caza de las torcaces, que cobra siempre con disgusto pues le llenan la boca de plumón.

Además de esas primeras aficiones, intuyo en ella teorías variopintas sobre el sonido de los coches, los vientos, los aullidos lejanos y sé que controla todo un engranaje de gestos, sonidos y olores con los que anticipa siempre qué es lo que va a suceder o qué es lo que voy a hacer. La enciende por tanto el sonido de los cartuchos cuando alguien mueve el bolso donde se guardan, para nuestra pena ya solo cuando se limpian los altillos. En el fondo estoy convencido de que cuando me doy la vuelta, sube a la biblioteca y lee cosas de la Escuela de Frankfurt. Hay más en casa. El otro es un lagotto de la Romagna. Para que se imaginen su pelo, un día me lo compararon a un bombón de chocolate espolvoreado con coco. Se llama Lur, que quiere decir Tierra en euskera, pues este es un buscador y solo lo apartó de la caza de la trufa un corazón diseñado congénitamente para cansarse y morir. Me consta que no le pesa no hacerlo más. Este hijo de campeones es un amante y su mundo se mide en caricias y besos, los dedos entre sus rizos, su mejilla sobre el pie mientras escribo. Como a todo buen italiano, a Lur solo le importa el amor, aunque su acercamiento a las relaciones siempre es desde la alegría y el desenfado. A veces me lo imagino como un personaje de un fresco colorista de una iglesia de uno de esos pueblos de Liguria donde los niños en otoño te venden los hongos en las cunetas.

Si pudiera, le preguntaría sobre el asunto catalán para cuyo entendimiento está impedido, pues para él, el pasado en el que rezonga el separatismo es un concepto desterrado, no sé si incluso voluntariamente. Lo mejor que me han enseñado los perros es a vivir jadeando el ahora y considerar el futuro solo para adivinarle la alegría. Los perros viven el presente. Ya en eso aventajan a los nacionalistas.

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