Francisco Apaolaza

Pedro Sánchez cree que vuela

El cementerio de San Amaro en A Coruña empieza en una calle con palmeras y miradores blancos de cristal en los que sentarse a morir de desesperación o de un temporal del noroeste

Francisco Apaolaza
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El cementerio de San Amaro en A Coruña empieza en una calle con palmeras y miradores blancos de cristal en los que sentarse a morir de desesperación o de un temporal del noroeste. También crecen algunas palmeras bajo un cielo de ceniza como flores de otro mundo. Más allá del muro, el camposanto resbala hasta la costa, allí abajo. Las sepulturas van a dar al mar oscuro, que es el morir desde Jorge Manrique. Aquí y allá hay un montoncillo de regaderas azules y un cartel que pide que después de usar se dejen de nuevo en su sitio, como si en Galicia se fueran a secar las flores, pienso. Allá, en silencio, un jubilado limpia con la palma enorme de su mano la piedra blanca de un nicho viejo.

Lo hace con la suavidad y el cariño, casi con evocación, como los marinos que acarician las barrigas de sus barcos cuando los ponen en seco.

Las alas del cementerio tienen nombres de santos. Los mejores panteones están abajo: escalinatas de piedra, entradas cubiertas con porches ya me dirán para qué y ángeles de mármol blanco con cuerpo de soldado que se abrazan a las cruces con aire definitivo. Allí abajo se extiende una tierruca sembrada de estacas de madera con números sobre ellas. Solo en algunas, las placas dicen que allí yace María o Felipe. Sus hijos. En el mejor de los casos, recuerda al finado un retal de mármol de segunda. Son esas unas inscripciones sin pompa, como nombres de buzón; lápidas de fortuna.

En otras, solo el número en la madera clavada en la hierba, una referencia. Pienso que quizás sean balizas de muertos antiguos, o que quizás pertenezcan a cadáveres sin nombre o tal vez, en un ejercicio de poética, sean los marineros desconocidos que ha devuelto el mar a la falda del cementerio. El conserje del camposanto, que tiene tiempo para charlar y una peluca amazónica, me explica que no, que solo son los muertos pobres.

En los cementerios todo es elipsis, meandro, silencio. Nada está tan claro como fuera, en la ciudad en la que todos gritan. Solo hay un nombre, una fecha de nacimiento y otra de partida. Quizás este de aquí fuera un héroe, un buen hermano, un narcotraficante, aquella escribiera poemas y los tiraran sus nietos cuando vaciaron el piso y nadie nunca los leyera, o quizás aquel otro disfrutara viendo llorar a su mujer. Puede ser que en el último momento se sintieran satisfechos o fueran rehenes amargos de su conciencia. Algunos solo en el hecho de la muerte se dan cuenta de su no vida. Lo bueno que tienen los muertos es que no andan todo el día explicándose, definiéndose, posicionándose, apoyando tal o cual punto de vista, dando la matraca. La muerte no es momento de eslóganes.

Tal vez algunos de ellos no sepan que han muerto. La frontera entre este mundo y el otro es la política. Hay gente que regresa del más allá sin que nadie lo espere. Miren a Felipe González. Luego están los que se hacen los muertos y de pronto se levantan como Susana Díaz, y después está Pedro Sánchez, que se había instalado en una suerte de no existencia y al que ayer arrojaron desde la Roca Tarpeya, que era el sitio desde donde los romanos lanzaban a traidores y asesinos. Está a punto de convertirse en zombie. O en mártir. Al cierre de esta edición, Sánchez cree que vuela.

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