Francisco Apaolaza

Montoya, el ‘reosurrecto’

El tío de Montoya se ha revelado como un personaje con un trasfondo literario profundísimo, entre Quiñones y Javier Valenzuela

Decir que nadie vuelve de la muerte quizás es decir demasiado. A Rodrigo Rato, por ejemplo, le hicieron la autopsia política y anda declarando en la comisión de investigación sobre Bankia con tal frescura y desparpajo que parece que acaba de salir de la ducha después de un partido de squash. Bien visto, Pedro Sánchez también resucitó después de que lo arrojaran por el balcón de Ferraz. Esta semana, los familiares de Gabriel Montoya aseguran que se atiborró de pastillas en su celda del penal de Villabona y horas despertó en la mesa de un forense de Oviedo. El Chino, como le apodan, cumplía cinco años en el talego por robar chatarra. Lo encontraron los funcionarios en su celda, cianótico y sin respiración. Tres médicos certificaron su muerte. Se durmió en el infierno de la trena y, cuando volvió en sí, el cielo se le parecía mucho a la sala de autopsias del Instituto de Medicina Legal de Oviedo. Cuenta su padre que le despertaron las cosquillas del rotulador cuando un forense le trazaba en el pecho un camino para el bisturí. También dicen que ahora estaría sano y salvo de no ser por la neumonía que presuntamente ha agarrado en el frigorífico de la morgue en el que lo metieron vestido solamente con una bolsa de plástico negro y una etiqueta en el dedo. Al despertar, el ‘reosurrecto’ pidió comida y tabaco. Querría fumarse el típico pitillo de después de la muerte.

El tío de Montoya se ha revelado ante los medios como un personaje con un trasfondo literario profundísimo, entre Fernando Quiñones y las crónicas quinquis de Javier Valenzuela. Está contento; no podría ser de otra manera. Advierte en la radio del tremendo error de haberle enterrado vivo, pues entre vida y muerte «la diferencia es mucha». Toda.

De su viaje astral no recuerda nada metafísico, y es una verdadera lástima, porque los mortales llevan miles de años pidiendo sin éxito luz y taquígrafos sobre lo que sucede en el más allá. La ciencia del más acá atribuye el milagro del Lázaro chatarrero a la catalepsia, un proceso que reduce aparentemente las constantes vitales de los vivos hasta el punto de que se parecen demasiado a los muertos, más incluso que los que duermen desnucados en los vagones del metro.

El miedo a que uno sea confundido con un cadáver sin serlo y despertar en una bolsa, o peor aún, en un féretro, ha sembrado entre los vivos el germen de la ansiedad. Los esqueletos desenterrados de cajas con las tapas arañadas son una imagen escalofriante que ha inquietado al hombre desde hace más de un siglo. En la segunda mitad del XVIII, el temor a enterrar un finado que en realidad estuviera solo en puntos suspensivos llevó a fabricar los ataúdes con campana o con bandera, se supone que blanca.

Los médicos advierten de que la catalepsia es un trastorno neurológico absolutamente excepcional que se manifiesta muy pocas veces al año. Un muerto que vuelve a la vida es desde luego un fenómeno insólito, más aún tratándose de un supuesto suicida. Habiendo tanta gente que dice ‘Adiós, muy buenas’ en contra de su voluntad, esta vez la suerte se ha traído de vuelta a uno que quería irse. Tiene gracia la suerte, a veces.

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