Mantarraya

De pronto, el sobresalto: una mantarraya se ha llevado la carnada

FRANCISCO APAOLAZA

De pronto, el sobresalto: una mantarraya se ha llevado la carnada. Es un animal bellísimo, enorme, gris, fuerte, grueso y sin embargo, elegante. Hablamos de un pez sutil en su forma de nadar, pero fuerte al fin y al cabo y tira del sedal con empeño sostenido. Es la suya una lucha determinada, sin halaracas ni bravuconería: tira, tira y tira con constancia y acaso dibuja de pronto un arco hacia uno de los lados del pescador. Al tiempo se cansa algo, y ahí es cuando tira uno. El arte de pesca se clava en la mano. De niño había varias de esas en el Aquarium de Donosti y podía pasar las horas muertas viendo cómo avanzaban gracias a las suaves ondulaciones de su cuerpo. Me veo entonces a mí mismo-chaval admirando un ejemplar, fascinado ante el cristal del acuario de la infancia, el rostro pegado a los cristales gordísimos que contenían el agua y a los que no te podías acercar mucho, pues deformaban la visión y llegabas a aturdirte. Cómo mareaban aquellos cristales.

Aquí en Florida a siete mil kilómetros del Cantábrico, aprieta un calor húmedo de selva y el suelo hierve. Por la cara resbala de pronto un sudor salado en una catarata. Toda la operación requiere un esfuerzo enorme. Entonces Elena, que es una mujer fuerte, jala del sedal acostada sobre el suelo del embarcadero y así sujeta sobre el agua la mitad del corpachón del animal, elevado como una cobra sobre la superficie. Yo mientras tanto trato de sacarle el anzuelo de la boca con unas tenazas. El pez abre y cierra las fauces, lanza chorros de agua por los orificios que se le abren sobre los ojos y aletea al aire. Me mira con ojos de furia. Una mantarraya puede dar sentido a un mar entero con su nado y en cambio fuera del agua resulta absurda, un pez extraño y prehistórico aunque también amenazante en la manera en la que intenta clavarme su cola envenenada y en forma de arpón, como un espadachín. Así, intentando liberarla y esquivándola, recuerdo a un tipo en las noticias que murió cuando la cola de una mantarraya le atravesó el corazón. Decían que era cazador de cocodrilos y terminó por matarlo un pez. Tiene gracia la vida a veces, si no te pasa a ti, claro. Estoy allí abajo con las tenazas en la mano recordando a ese tipo porque esa noche me espera un avión a casa y no voy a tener tiempo de cocinar la presa metida en tomate. Caer herido por un pescado intentando salvarlo tendría también su recorrido en la narrativa de lo absurdo. Esas cosas pasan.

En este instante extraño de pelea a favor de un animal, allí con la mano metida en la boca de un pez es lo más cerca que podré estar nunca de Ernest Hemingway sin perder el matrimonio o el hígado. Celebro no tener un rancho en Idaho para subir al porche con la escopeta en la mano y volarme la cabeza. Clac. Consigo liberar el anzuelo y el animal cae de espaldas torpemente al agua, se mantiene estático un momento en el agua agotado por la lucha y después retoma su elegante sobrevolar del fondo submarino. No sé si Pablo Casado aprobó media carrera de Derecho en cuatro meses; yo pesqué una mantarraya en Florida.

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