Francisco Apaolaza - OPINIÓN

El maíz está alto

Sobre los pastos a punto de quebrarse ante la sequedad del estío, las copas de los árboles alrededor de la estación llenan la escena de un verde oscuro y grave

Sobre los pastos a punto de quebrarse ante la sequedad del estío, las copas de los árboles alrededor de la estación llenan la escena de un verde oscuro y grave, un verde seguro de sí mismo, lejos ya de aquellos colores de claridad adolescente de la primavera. El aire con su soplo suave y sostenido acaricia el contorno de los objetos para reconocerlos como los ciegos pasan sus manos sobre las caras de la gente. De pronto rodea con su tibieza las sillas de la terraza, el bastón que ha olvidado apoyado sobre la pared alguien que no lo necesitaba tanto y el granito de las columnas regordetas junto al andén. La estación de Puebla de Sanabria es de construcción baja, pesada y rotunda, una antítesis de lo gótico que se abre por fortuna a las vías sin trenes y al punto de fuga de las traviesas, allá sobre el infinito de las montañas y su olor a hierba ya casi seca. Solo los tejados de pizarra aluden al invierno en un recuerdo pirenaico, lejano, imposible. Algún día volverá a nevar, pero no será hoy.

Borja cree con razón que las estaciones de trenes son espacios proclives al nirvana que propicia la espera. El viajero se suspende en una ensoñación asintomática, liberada del deseo, la ansiedad y la codicia. Sobre los éxitos musicales que suenan en el bar de la estación tan fuera de contexto se encadenan las escenas de otros veranos vividos y esas sensaciones se hacen presentes en un rapto de recuerdos en batería.

Percibo todo en un disparo: el olor dulzón del platanero de la terraza de Rekondo en el monte Igeldo de San Sebastián, el sabor a sal y a gasoil del mar del muelle donostiarra, el plástico de la piscina hinchable de Abaltzisketa, el vino agrio de la primera verbena, los cerezos del Gers del castillo de Mons, la sidra derramada, en Cimadevilla, las gotas de crema solar empanadas de la arena de Ondarreta, los hombros ardiendo, aquella camiseta azul de mamá, una caña de pescar de bambú, los gusanos del cebo plegados sobre sí mismos y sobre otros en bolas. De nuevo mi aita conduce por las Landas: «Está alto el maíz. Ya se acaba el verano». Ha sido todo eso de pronto, en un instante, de manera que este verano ha caído en miércoles al mediodía. Ahora, por la tarde, con el tren parado en la estación de Zamora preñado de gentes en bermudas, lo recuerdo con vértigo de lejanía.

Crecer es acortar el estío, hacerlo más pequeño hasta convertirlo en un fogonazo lisérgico en el andén de una estación. La vejez debe de ser justamente esto: acelerar los días, los meses y los años hasta reducir el presente a no más que una conexión con lo que fuimos. Llegado cierto momento de la vida, julio y agosto no son más que un recuerdo de los demás julios y agostos. Los inviernos son la eternidad, por eso los despreciamos, pues creemos que durarán para siempre. Se acerca el invierno, pero el verano siempre se aleja de nosotros.

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