OPINIÓN

Comulgando

Al nacionalista lo consideró alguien que necesita, para poder existir, que exista el otro

Ramón Pérez

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No voy a decir que sea cosa que dependa de su voluntad consciente, sino que al político es como si les fuera incluido en el sueldo el intentar hacernos comulgar con ruedas de molino. Otra cosa es que nos sometamos, o no, a tan pervertida eucaristía. Esta misma semana, por medio de las ondas radiofónicas, me he visto expuesto a uno de esos intentos. Me reservo dar el nombre del oficiante para despejar cualquier sospecha de ataque ad hominem en estas líneas. Quiero revisar su argumento desligado de cualquier concreta ideología.

En Radio Nacional, este líder político aprovecha la entrevista que se le hace para descalificar al nacionalismo catalán independentista. Pero, tratando de darle al asunto un enfoque objetivo, establece una distinción de pretendido calado científico entre patriota y nacionalista. Ya resulta difícil realizar esta división desde un punto de vista puramente etimológico cuando ambas aluden al origen, pero si patria hace referencia a la tierra del padre y nación a la del nacimiento, diríamos que el segundo, de entrada, presenta mejores credenciales para reclamar derechos de propiedad sobre el territorio, dado que el padre puede haber nacido en cualquier otro lugar. Pero no voy a eso.

Definió al patriota (cito sus palabras) como aquel que es capaz de defender por sí mismo, desde la convicción absoluta, su propia idea hasta las últimas consecuencias. Afirmó que el patriota solo necesita creerse un proyecto y, reiterando aquello de las últimas consecuencias, defenderlo desde la coherencia personal. Esta fue la parte positiva de su distinción, en la que él, por supuesto, se incluía. Quiso perfilar al patriota, pues, como un ciudadano moralmente íntegro y convencido de la justicia de su causa. A mi entender, este traje también le vendría bien a una amplia gama de personajes: desde Hassan Hussein hasta Mao, sin olvidarnos del escalafón inferior de los terroristas fanáticos. Defensores todos ellos de sus convicciones absolutas, desde la coherencia personal de sus ideas, hasta las últimas consecuencias: la bomba, la masacre, el arrojarse a la pira del martirio de manera entusiasta.

Al nacionalista, en cambio, lo consideró justo lo contrario, alguien que necesita, para poder existir, que exista el otro. El otro, aclaró, es el que supuestamente te roba, te insulta, te quita, te pega. Es decir, que, adentrándose en los barrizales semánticos de la filosofía, estableció su distinción en base a la ontología, por un lado, y al relativismo, por otro. Lo sustancial frente a lo accidental. Mientras el patriotismo era considerado un valor absoluto en sí mismo, como el Ser, el nacionalismo sólo surgiría como valor (negativo, claro) frente a la existencia de otro que, a su vez, ha de ser considerado igualmente negativo por el independentista, pues de otra forma no lograría, él mismo, existencia.

A mi entender, esta descripción, más que filosófica me deja un regusto a sermón religioso. El de la religión es el discurso más apropiado para despojar a la convicción de lo que podría ser tenido por mera tozudez individual. Es la comunicación religiosa el canal adecuado para justificar verbalmente toda acción que es considerada, en última instancia, buena. En este sentido, patriotismo y nacionalismo, por más que se pretenda presentarlos como opuestos, acaban definiendo lo mismo. Lo que tienen en común es que tanto unos como otros defienden posiciones que consideran inamovibles, casi sagradas, en un entramado social donde todo, paradójicamente, está sometido a desgaste, revisión y cambio. En ese sentido ambos conceptos, por más pretensiones académicas que se esgriman para enfrentarlos, no establecen diferencias.

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