Rosa Belmonte

El voto de los otros

Rosa Belmonte
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Cuando las cosas se ponían difíciles en su negocio, mi madre se buscaba la vida. Durante un tiempo fue repartidora de Donuts. Su ruta incluía el camping nudista de Vera (Almería). Entraba al supermercado con la bandeja amarilla llena de bollería industrial fresca y allí se encontraba rodeada de hombres desnudos que compraban tomates. Cuando no tenía colegio, la acompañaba. Me quedaba en el coche mientras veía a esa gente pellejuda que sólo llevaba zapatos, como quien va al safari park. El primer restaurante nudista de Londres, Bunyadi, ya tiene 38.000 personas en lista de espera (la etiqueta del lugar, según las normas de la Asociación Americana de Recreación Nudista, obliga a utilizar una toalla para sentarse y a tapar las partes íntimas con una servilleta).

El promotor intentó montar un restaurante con lechuzas volando, pero los ecologistas se le echaron encima. Las lechuzas no llegaron a trabajar en la sala, pero el tipo dice que tenía una lista de espera de 25.000 personas.

Se mira de reojo y con asco a quienes prefieren al partido o partidos impresentables en lugar de al adecuado

No sé si creer la espera por las lechuzas, pero la del nudismo me temo que sí. Para los que no están dispuestos a desnudarse delante de otros voluntariamente, esas prácticas causan estupor. Pero también lo causa que durante tantos años hubiera adeptos en el Palmar de Troya (menuda sorpresa; era un montaje y una farsa sacaperras). Vamos a hacer santo a Hitler. Hombre, por lo menos el nazismo de Cirlot era «el de los muertos, de los caballeros de la Cruz de Hierro que han ido a confundirse bajo las hierbas con los restos de los caballeros teutónicos del siglo XIII y XIV…» (carta a Carlos Edmundo de Ory). En el panorama político pasa alguien parecido. Vemos a los otros como gente extraña, desnuda o palmariana. Cada vez es más cierto lo de W. C. Fields: «Demonios, yo nunca voto por nadie, voto en contra de alguien». Y si pudiéramos votar contra alguien con colillas, como en el invento futbolero de Carmena, todavía sería mejor. Votar con pavas a pavos. El ideal de esta democracia homeopática.

Quizá queda un poco lejos Pedro Castro, entonces alcalde de Getafe, preguntándose: «¿Y por qué hay tanto tonto de los cojones que todavía vota a la derecha?». Pero hoy muchos piensan lo mismo. Y lo contrario. En Forocoches hay un hilo titulado «¿Es el votante de Podemos un ser lleno de odio y de maldad?». Todos miran de reojo y con asco a los que votan al partido o partidos impresentables en lugar de al adecuado. O al menos malo. Impresentable es cualquiera según quién lo mire. El voto del otro es objeto de desprecio. Cada vez más. En la elección presidencial de 1956, una señora se dirigió a Adlai Stevenson y le dijo. «Tiene el voto de todas las personas razonables del país». «Eso no es suficiente, señora, necesitamos a la mayoría», contestó el que nunca llegó a ser presidente de los Estados Unidos. Aunque aquí no hay nadie como Adlai, casi todo el mundo cree estar entre las personas razonables del país, vote lo que vote. Tapándose la nariz o no.

Sobre los indecisos, David Sedaris ponía un ejemplo. Pensemos que vamos en un avión, llega la azafata con el carrito de la comida y se dirige a nosotros: ¿quiere pollo o prefiere el plato de m… con trozos de cristal? El indeciso se lo piensa y pregunta cómo está hecho el pollo. El otro día Alessandro Lequio se encontró con Belén Esteban. «Te felicito por haber ganado la Sálvame Fashion Week y te doy las gracias por no presentarte a las elecciones, porque también las ganarías». Seguro que Lequio, como tantos otros, ve por todos lados hombres desnudos que compran tomates mientras votan.

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