Ignacio Camacho - Una raya en el agua

California

La A-7 es una sonda de asfalto que mide como en una cata geológica los estratos de la historia del turismo español

Ignacio Camacho
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Más que un túnel del tiempo es una cata geológica. Cuando bordea la Costa del Sol en un serpenteo de curvas y rotondas, la A-7, versión contemporánea de la antigua N-340, es una sonda de asfalto que mide los estratos de la historia del turismo español. Desde el desarrollismo «estilo confort» de los sesenta hasta la opulencia marmórea de la etapa de Gil y sus epígonos, pasando por el sueño historicista de los Villarroel o los Parladé, el pastiche arabizante de los setenta, la mixtificación de las torres del boom y la huella devastadora de la crisis en esas desnudas estructuras de hormigón que son como esqueletos de la pesadilla especulativa. Los antiguos hoteles de Torremolinos donde empezó a cuajar el prometedor modelo cosmopolita y chic que acabaría trasformado en un remanso jubilar de pensionistas nórdicos y millonarios rusos.

La memoria de los pioneros ahora reconstruida en las páginas webs de algunos jóvenes interesados por la vaporosa nostalgia de lo no vivido. Cipreses y buganvillas entre urbanizaciones encaladas a los pies de la sierra en que el príncipe Hohenlohe creyó encontrar un trasunto templado de los Alpes suizos. Y siempre el azul plomizo del Mediterráneo, agitado al anochecer por un levante que le araña suaves reflejos de plata.

Con la nariz casi pegada a la ventanilla, el director José Luis Garci recuerda el tiempo en que él, Dibildos, Drove y Bodegas crearon allí el cine de «la tercera vía» para un país que bostezaba en la mediocridad del tardofranquismo. Vestigios de viejas estrellas retiradas a jugar al golf entre las lomas donde un presidente andaluz, Rodríguez de la Borbolla, creyó encontrar la clave de una California europea y el escritor Félix Bayón soñaba una plácida Dinamarca con jazmines. La imaginación del cineasta vuela hasta Pacific Palisades y elige un descascarillado edificio de apartamentos como vivienda de un sudoroso Lew Archer celtibérico. El escenario para un pendiente noir a la española que sólo Chirbes supo atisbar en la turbia, siniestra, áspera corrupción del litoral valenciano.

En Frutos, sesenta años de hostelería, espera entre otros amigos Manuel Alcántara, testigo senatorial de esa historia medio vencida; elegante como un patricio, acogedor como un puerto de abrigo. El maestro de articulistas, que escribe frente al mar viendo aparcar en la orilla a las gaviotas picassianas de su Málaga, conserva los recuerdos en el brillo de unos ojos claros iluminados por el dry martini. Su charla versátil, picoteada de citas y aforismos, perfuma la noche con gotas de talento melancólico, tierno, lúcido. Suena un teléfono. En la casa de uno de los reunidos han entrado a robar. El regreso a toda velocidad por la autopista de la sierra. Dos jóvenes policías en vaqueros con el arma en una bandolera con velcro. Garci sonríe, piensa en su novela negra y se deja caer sonriente en un sofá de rafia del porche.

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