Ultra es más que un prefijo

Bolsonaro no improvisa cuando asegura, nada más terminar la primera vuelta de las presidenciales brasileñas, que no va a ser el candidato «de la paz y del amor»

Jesús Lillo

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Barriendo para casa y Vistalegre, Josep Borrell equiparó ayer la victoria de Jair Bolsonaro en las primarias brasileñas con unas «manifestaciones de la extrema derecha que no se habían visto desde la transición de la democracia». Para el ministro con mayor patrimonio del Gobierno, la extrema izquierda y antisistema con la que negocia y compadrea Pedro Sánchez o el separatismo del diálogo y la normalización son genuinas expresiones de modernidad y progreso. El riesgo son los demás, por fachas y malcarados. Así se mide el populismo. A ojo. Vista a la derecha, hasta el estrabismo y más allá.

Los ramalazos racistas, antifeministas, totalitarios y homófobos de Bolsonaro representan, quizá de forma premeditada y esdrújula, el negativo de la corrección de progreso que encarnan políticos como Lula da Silva o Pedro Sánchez, cuyo manierismo es necesariamente proporcional a su inoperancia. Bolsonaro no improvisa cuando asegura, nada más terminar la primera vuelta de las presidenciales brasileñas, que no va a ser el candidato «de la paz y del amor». Cincuenta años después del Mayo francés, y con el hippismo amortizado y encuadernado, el candidato brasileño recurre al postureo machuno del feísmo y la bravata, con unos posados tan prefabricados como los de Obama o Sánchez, pero contrahechos para captar el voto de quienes precisamente huyen del pijerío de salón y avión que se gasta la izquierda. No es la crisis económica, mantillo de tantas nostalgias revolucionarias, la que produce monstruos de ultraderecha, sino el hartazgo que provoca en el votante una política meramente audiovisual y marrullera, ejecutada por unos dirigentes que, como Lula, ni siquiera pierden su encanto cuando los meten en la cárcel por corruptos.

Cuando Borrell clama contra los «movimientos populistas» que en medio mundo aúpan a candidatos como Bolsonaro, el ministro de Sánchez barre para casa y Vistalegre, cuyas gradas cubiertas llenaron los demócratas de Podemos mucho antes que los ultras de Vox. Hay que agradecer al titular de Exteriores su agudeza visual y capacidad de análisis. Es esa habilidad genética para detectar el radicalismo lo que, entre sartenes y cazos, nos hace confiar tanto –84 diputados– en esa izquierda de avión y crema de manos.

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