Tercera

Las tres imágenes del Brexit

«Al salir de la UE, los británicos ven amenazada su constitución no escrita. El eslogan de los alegres partidarios del Brexit era justo lo contrario, “recuperar de nuevo el control”. Pues bien, los equilibrios internos entre sus cuatro naciones y la garantía de su cohesión territorial se debilitan al perder el anclaje de la integración europea. Nadie sabe en qué consiste pasar a ser “antiguo Estado miembro de la Unión Europea”»

José M. de Areilza Carvajal

Desde el referéndum de junio de 2016 el pacto con los británicos sobre las condiciones de salida de la Unión Europea ha pasado por todo tipo de avatares. A pesar del empeño de Boris Johnson por sellar un acuerdo antes de final de octubre, los verdaderos contornos de la nueva relación entre la UE y el Reino Unido tardarán años en decantarse. El escritor inglés G. K. Chesterton escribía a su amada «estoy tan cerca de ti que no puedo verte». Algo así nos puede ocurrir a los anglófilos que hemos vivido una larga espera, pegados a la última noticia. Episodio tras episodio, el Brexit se ha convertido en el guión inverosímil y convulso de una serie que encadena temporadas trepidantes. También en una pesadilla para los políticos continentales. Conviene dar un paso atrás y analizar esta amenaza a la integración europea con mayor perspectiva. Hay tres imágenes que pueden servir para explicar el Brexit e ir más allá de las luces cortas del último giro argumental.

La primera es la de una fiesta que no se llegó a celebrar. En 2015 se cumplían cuarenta años del referéndum de 1975, en el que el Reino Unido se replanteó su permanencia. Desde entonces, todos los objetivos estratégicos de la política británica hacia Europa se habían conseguido. La Unión no evolucionaba hacia una federación política ni mucho menos mutaba en un súper-Estado. Los proyectos más exitosos, el mercado interior y la política comercial común, se debían en buena medida al impulso de los gobiernos de Londres. Laboristas y conservadores aportaban una clara defensa del Estado nación en el modelo de integración europea y una visión global para hacer juntos muchas cosas en el mundo. En las instituciones europeas, nadie defendía sus intereses como el Reino Unido, quien ganaba el 90 por ciento de las votaciones del Consejo. No participaba además en los dos proyectos en crisis, la moneda y la libre circulación de personas. Hubiese sido el momento de celebrar estos éxitos y declarar victoria. Por el contrario, dejándose llevar por un impulso ludópata un primer ministro se jugó el futuro de su país a la única carta del referéndum. Fue una consulta «divisiva y tóxica», en palabras de Boris Johnson. El virus de la democracia directa y la ola del populismo llegaban al país más admirado del mundo por su democracia representativa.

La segunda imagen del Brexit es la de un paseo cada vez más angustioso por un laberinto que parece no tener escapatoria. Desde que empezó a correr el reloj en marzo de 2017, el calendario siempre ha ido en contra de los negociadores de Londres. Pero el desafío principal para una de las mejores diplomacias del mundo ha sido la falta de consensos claros dentro del gobierno y en el Parlamento. Hoy sábado la Cámara de los Comunes se reúne de manera excepcional para pronunciarse sobre el acuerdo de salida conseguido hace dos días y no hay nada asegurado. El divorcio del Reino Unido es una operación de una complejidad mayúscula, plagada de incertidumbres. A la magnitud de los perjuicios económicos y a la pérdida de poder de atracción, hay que sumar el impacto negativo sobre el sistema constitucional del Reino Unido. Esta es la mayor paradoja: al salir de la UE, los británicos ven amenazada su constitución no escrita. El eslogan de los alegres partidarios del Brexit era justo lo contrario, «recuperar de nuevo el control». Pues bien, los equilibrios internos entre sus cuatro naciones y la garantía de su cohesión territorial se debilitan al perder el anclaje de la integración europea. Nadie sabe en qué consiste pasar a ser «antiguo Estado miembro de la Unión Europea». La metamorfosis es de una complejidad mayúscula, por el altísimo grado de interdependencia creado tras tantos años de pertenencia. Cualquier futuro gobierno de Londres que aspire a establecer una relación económica positiva con Bruselas deberá aceptar normas y estándares europeos sobre los que ya no decidirá. Cuanta más cercanía a su mercado natural, más subordinación. Mantener la libre circulación en la isla de Irlanda requiere crear una frontera económica entre el Ulster y Gran Bretaña, a no ser que se incorpore todo el Reino Unido a una unión aduanera con la UE, como pretendió Theresa May. Pero el discurso populista ha dificultado una y otra vez la búsqueda de una solución más razonable. Jeremy Corbyn al frente de los laboristas ha sembrado confusión y perplejidad en vez de trabajar por el consenso en un asunto de Estado. Entre no pocos conservadores, el orgullo legítimo por ser una vieja democracia ha dado paso a la arrogancia nacionalista. De los laberintos en los que uno se pierde no se suele salir cargando a diestro y siniestro contra los muros.

La tercera imagen es la de una estatua a la entrada del edificio del Consejo Europeo en Bruselas, la de Theresa May. Sus constantes dudas, las amenazas y dimisiones de ministros y las divisiones entre diputados de los dos grandes partidos, han obrado la mejor campaña posible en favor de la Unión. A la vista de lo que puede conseguir el Reino Unido con su acuerdo de salida, es posible que ningún Estado miembro quiera irse nunca. Sin proponérselo los británicos han fortalecido el carácter irreversible de la integración, un proyecto político a largo plazo que no se puede explicar a partir un análisis de los intereses en juego en cada momento. El Brexit ha funcionado como argamasa y no dinamita en una Unión en horas bajas. Los continentales han mostrado un grado de unidad altísimo en la tarea de hacer frente a una decisión histórica que desgarra el alma europea. Como ha explicado Hugo Dixon, con el Brexit el Reino Unido recupera soberanía, pero pierde poder. Eligen jugar solos en una globalización que ya no está basada en ideas occidentales, en vez de co-liderar la Unión sumando sus innegables capacidades internacionales. El mejor Brexit es que no haya Brexit, sentencia el historiador Timothy Garton Ash. Si se consuma finalmente, se abrirá una oportunidad de renovar la integración. Exigirá volver a pensar en Europa como un proyecto ético y político, un ideal de civilización que une a las personas.

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José M. de Areilza Carvajal es profesor de ESADE y secretario general de Aspen Institute España

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