La Tercera

Tras la Fiesta Nacional

«Resulta grotesco que quienes de verdad ponen en riesgo el régimen democrático, con su conducta inconstitucional, ilegal y desobediente, hasta el extremo de la posible comisión de delitos, vengan a acusar al Gobierno»

MADRID Actualizado: Guardar
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EN mis años de estudiante algunas noches sintonizaba Radio Moscú, que había que escuchar con el oído pegado al receptor, porque sus emisiones estaban interferidas por una «chicharra», que según decían estaba instalada en el tejado de la Dirección General de Seguridad en Madrid, pero a pesar de ello se podía oír. Recuerdo que me llamaba la atención la continua alusión al «pueblo», a la «paz» y sobre todo a la «democracia», lo que resultaba particularmente llamativo viniendo de un régimen totalitario, que presidía Stalin.

Después aprendí que esos son los conceptos que emplean los que tienen tendencias totalitarias, y al final no hay más pueblo que el que ellos representan, la paz es la que ellos imponen y su democracia (los soviéticos la titulaban además de «popular») es siempre un régimen sin libertades políticas ni personales, donde la ideología del pensamiento único penetra hasta los últimos lugares del cuerpo social.

Naturalmente, esto nunca sucede de golpe, es un proceso que, a veces, nace de unas elecciones democráticas, como sucedió en Alemania con el acceso al poder del Partido Nacional-Socialista, y otras de la presión de una manifestación –«la Marcha sobre Roma»–, como sucedió en la implantación del régimen fascista en Italia, pero siempre termina igual, en un totalitarismo.

Afortunadamente, desde hace ya muchos años los españoles vivimos en una democracia homologada, y gracias a las libertades y a un orden jurídico fundado en nuestra Constitución somos importantes en la Unión Europea, formamos parte ahora del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, estamos en la OTAN y disfrutamos de unas condiciones que permiten que la paz, la justicia y la prosperidad –aunque de modo imperfecto, como toda obra humana– se hayan asentado entre nosotros formando parte de la civilización occidental.

Como escribí en estas mismas páginas, los verdaderos demócratas son los que practican el respeto a las leyes, que cumplen aunque no les gusten, mientras no se cambien por los procedimientos que las propias leyes establezcan, y acatan las decisiones de los tribunales aunque contradigan sus intereses, porque fuera de un ordenamiento constitucional que corone una estructura jurídica solo puede haber arbitrariedad. Conscientes de que ese principio de respeto al orden jurídico es la base de la democracia, los padres de nuestra Constitución de 1978 (la más abierta y garantista que existe) incluyeron en el Título Preliminar el Art. 9.1, y en su Título VI, que trata «del Poder Judicial», el Art. 118. El primero de los citados preceptos proclama: «Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico»; y el segundo dice: «Es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los Jueces y Tribunales, así como prestar la colaboración requerida por estos en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto»; es decir, por una parte, el sometimiento a las normas no es solo obligación de los ciudadanos, sino también, y especialmente, de los que ejercen poderes públicos, ya que sería absurdo que quienes más deben estar sujetos al derecho lo pudieran transgredir impunemente; y si «el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes» (Art. 117.3 CE), no puede admitirse el ejercicio de la actividad política desobedeciendo las sentencias. Es más, ni el diálogo que tanto se reclama es viable si no se acepta por todos un marco jurídico previo. Como ha dicho S. M. el Rey en Nueva York, «las diferencias se resuelven con voluntad de acuerdo dentro del respeto a las reglas».

Por eso resulta imposible de entender lo que está sucediendo en Cataluña, donde personas que encarnan instituciones, que prestaron juramento o promesa de obediencia a la Constitución y a las leyes y que gracias a ellas ocupan los puestos que ostentan, infrinjan las normas jurídicas y, desde el poder que recibieron de España, desobedecen a los tribunales y además defienden públicamente, con descaro insufrible, que lo hacen por «obediencia al pueblo» y por seguir «el mandato democrático», e incluso que la obligada reacción para aplicar las leyes y mantener la vigencia de la Constitución en todo el territorio nacional es «lo que pone en peligro la democracia». Resulta grotesco que quienes de verdad ponen en riesgo el régimen democrático, con su conducta inconstitucional, ilegal y desobediente, hasta el extremo de la posible comisión de delitos, vengan a acusar al Gobierno y los tribunales de ser los que ponen en riesgo la democracia, cuando lo que realmente hacen es cumplir con su obligación.

Por el contrario, hay que afirmar que las instituciones han respondido siempre de manera jurídicamente correcta, con prudencia exquisita, aplicando generosamente el principio de proporcionalidad y hasta, cabría decir, con paciencia infinita, pero todo tiene un límite, y, cuando ya se empiezan a dar los pasos y se pone fecha a la secesión, se puede estar rebasando el último límite.

Cierto es que tenemos muchos problemas, los que afectan al paro, la crisis, la corrupción, las pensiones, la investidura del nuevo gobierno, etcétera, pero el más grave de los que nos afectan es el de la amenaza a la unidad nacional, porque, si no es posible una Cataluña fuera de España, tampoco podrá existir una España sin Cataluña; y por lo tanto, aunque resolviéramos los demás problemas, no serviría de nada si, por no defender a España, la Patria se nos fuera por los desagües de la historia.

Después de celebrar la Fiesta Nacional del 12 de Octubre, sin miedo y sin ira, como siempre y tal vez ahora más que nunca, ¡viva España!

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