Todo vuelve

Los humanos somos enternecedoramente ingenuos. Y «para siempre» raramente da en durar más de medio siglo

Gabriel Albiac

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«Eso te pasa por haber visto tantas pelis de Godard: al final, has acabado por creerte lo de que la mujer era una superestructura. Así te va». Me vuelve a la memoria el diálogo. En blanco y negro. Y en la vaga nebulosa de lo impreciso. Sospecho que esa cháchara está en la segunda película de Bertolucci . Pero puede que me lo esté inventando en este instante en el cual deambulo entre los carteles que recubren el hall de la Facultad . Nada demasiado nuevo. En el último medio siglo, no he debido ver nunca más de veinte centímetros cuadrados de esta pared descubiertos.

Ignoro lo que anuncian. No hablan mi idioma. O lo hablan demasiado: el eco deja de tener gracia a la tercera repetición; a la diezmillonésima, ni se escucha. Habrá, sin duda, a quien interesen. Mucho. Aquellos a quienes la edad permita no percibir ese desgaste, al fin del cual las palabras se transparentan. ¡Buena suerte, muchachos! ¡Ojalá que el tiempo tarde mucho en pillaros! La inteligencia se paga a un precio más bien desagradable: el aburrimiento. Pero el tiempo no existe para vosotros. Apurad ese inmerecido privilegio.

A fuerza de haberlas visto siempre aquí, me es invisible leer ahora los mensajes de esas familiares sábanas de papel que el rotulador transubstancia en apelación litúrgica. Es la voz silenciosa de un almuédano mudo. O puede -es más probable- que sea sólo la sordera tan común a mi edad. Vaya usted a saber. Me da lo mismo . En cualquier caso, eso me inhabilita para valorar su contenido. Ni siquiera analizarlo. No alcanzo a ver la escritura: ha desteñido, a mis ojos, demasiado. No diré que no lo intento: soy, al cabo, un animal perseverante en mi oficio de analizar los textos; de eso he vivido aquí durante mi eternidad docente. Busco algo que no haya visto antes: que pueda, por tanto, ver; porque sólo se ve lo que se ve por vez primera. Me asombro -¿debería escribir «me regocijo»?- al encontrarlo: una etiqueta en diagonal y recuadrada, en la que, con el mayor cuidado, se superpone al anacrónico soporte del cartel un significante nuevo, este otro que fija a su convocatoria un interdicto que yo, en estos años, no había conocido: «Asamblea no-mixta». Constato la peculiaridad retórica que dispara aquí el uso de un enunciado negativo. Fuerza a revisar el diccionario sobre el cual construye su mensaje ese mandato. Me viene a la cabeza cómo, en el prehistórico año 1967 en el que yo llegué aquí, pervivía un espacio «no-mixto», dentro del cual la dictadura preservaba el pudor de sus doncellas. Era irónicamente designado como el «gineceo» y fue uno de los arcaísmos que apisonó el 68. Para siempre. Eso creíamos. Los humanos somos enternecedoramente ingenuos. Y «para siempre» raramente da en durar más de medio siglo.

¿Qué decía el personaje aquel de la segunda de Bertolucci , ese que tal vez inventa mi memoria? «Eso te pasa por haber visto tantas pelis de Godard : al final, has acabado por creerte lo de que la mujer era una superestructura. Así te va». Brillante.

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