El test playero

La propaganda no es infalible, el público piensa y anota

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno EFE
Luis Ventoso

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Como normal general no parece adecuado que los ciudadanos abucheen e insulten a sus gobernantes electos cuando se los topan por la rúe. Hay vías civilizadas para expresar disconformidad, como votar a otro partido u organizar manifestaciones regladas. Lo que pasa es que Sánchez no es un gobernante electo. Ha suplantado la voluntad popular y ha ocupado el poder de la mano de los separatistas antiespañoles tras perder por goleada dos elecciones consecutivas. Por eso, lo confieso, aún no queriendo, se me escapó una sonrisilla irónica y de justicia poética cuando vi el vídeo del homenaje que le tributaron los comensales de los restaurantes playeros de Bajo de Guía, en Sanlúcar (Cádiz).

Sánchez había ido a pasear por Sanlúcar con Merkel (a la que ahora adula tras pasarse años despellejando sus supuestas políticas «austericidas»). Para retornar a la dacha estival de Doñana, la comitiva necesitó embarcar en la playa. Como saben, Sánchez nos ha venido explicando en tono profético que «ahora los españoles por fin se reconocen en su Gobierno». En efecto. Fue divisarlo y la clientela de las terrazas se levantó en tropel para expresar a voces su inquebrantable adhesión al nuevo Gobierno bonito, exhumador y de progreso: «¡Okupa!» / «Fuera, fuera» / «¡Elecciones ya!» / «Chorizo». Tales fueron las flores con que aquellas gargantas enardecidas engalanaban al presidente por accidente.

Tal vez se dio la fatídica casualidad de que todos aquellos ardorosos comensales eran militantes del PP. Pero no parece. Allí había de todo y además Andalucía es el feudo del PSOE por excelencia. Entonces, ¿qué pudo haber ocurrido? Pues lo que ha pasado es que Sánchez y su camarilla de publicistas han ignorado la primera máxima que debe atender todo político con los pies en el suelo: el pueblo no es gilipollas. La propaganda no lo arregla todo. Si en 2015 enfatizabas que nada más llegar al poder derogarías «la reforma laboral entera» y ahora no lo haces, la gente anota. Si apoyabas el 155 y llamabas Le Pen y «supremacista» a Torra y ahora te dedicas a lisonjearlo para intentar comer el turrón en La Moncloa, el público se percata. Si te hacías cruces ante una sentencia que en nada salpicaba a Rajoy y que usaste para echarlo, pero luego pones en marcha un bochornoso sistema de enchufismo; el personal se da cuenta. Si en tu toma de posesión prometes que convocarás elecciones en breve y luego te haces el longuis, el respetable puede que te tache de mentiroso (y con razón). Si en junio traes al «Aquarius» presumiendo de bondad y sin calibrar las consecuencias y en agosto mandas al mismo «Aquarius» -enfrentado a idéntico drama- a tomar viento; el pueblo español se percata de que eres un cantamañanas. Y a lo mejor se enoja. Y quiere elecciones. Y cuando te ve delante, pues expresa a voces lo que tu no le dejas opinar en las urnas.

«Dudo de que Sánchez sea capaz de hablar media hora de sus propuestas para España». La frase es prestada. La soltó en noviembre de 2016 un tipo bregado, canoso, listo. Un tal Felipe González. Hizo pleno al quince.

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