Robespierre en la piscina

Hay algo de justicia poética, de revancha del sistema, en este trueno jacobino derretido ante el mito de la parcela

Ignacio Camacho

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Tiene su lógica de justicia poética este ruidoso debate, por trivial que sea, sobre el chalé de Pablo Iglesias y su pareja. Ese fulgor ingenioso de memes, esas excusas tan artificiales de los acólitos, ese escrutinio detectivesco de la hipoteca, ese espanto cotilla de los decoradores ante la casita de madera para los invitados y la doble piscina con su abracadabrante baño-seta. No deja de ser divertido que el trueno de Vallekas, el profeta redentor de los desahuciados, el refundador del sistema, acabe seducido -justo a los siete años del 15-M- por el sueño pequeñoburgués de la parcela. Como en España hemos tenido pocas revoluciones tendemos a olvidar que todas, incluso las frustradas, acaban de la misma manera: con la creación de una casta dirigente superpuesta, de unas nuevas élites que reproducen los hábitos de las viejas. Todo es antiguo, en realidad, en esta polémica: la demagogia lerrouxista, el escándalo conservador, el estupor de un progresismo atenazado por la pinza moral de su falsa coherencia. Todo rancio y banal como la propia sustancia doctrinal de esta izquierda adanista que venía a instituir su distopía destructora sobre los cimientos de una época y se termina pirrando por el discreto encanto de una casa en la sierra.

Está escrito por mejores plumas que el problema de Iglesias consiste en defenderse de sí mismo. De su propio discurso incendiario, inquisitorial, con el que encandiló a los perdedores de la crisis prometiendo una expiación implacable de guillotinas y patíbulos. Del retrato robespierrino que se construyó para liderar el partido de la revancha con el aire justiciero e insurgente de un caudillo. Del doble rasero con que ha venido midiendo a todos los que no eran como él, del impulso cainita con que ha transformado a los adversarios en enemigos. De las contradicciones con que la inevitable madurez del tiempo ha empedrado su camino, de la erosión que provoca la realidad en el flamígero proyecto del populismo. Del simple curso de la vida, que te cambia el talante, te moldea las ambiciones y te templa las quimeras cuando te enseñan las primeras ecografías de los niños y su madre sugiere que no vais a caber en el piso.

Todo eso lo tenía que saber, hombre como es leído y estudiado, pero estaba demasiado abstraído en la construcción narcisista de su liderazgo, cargando el arma del malestar social con una munición de agravio que ha terminado por estallarle en las manos. Si su ego no está definitivamente extraviado, este revuelo nacional, poco trascendente al fin y al cabo, debería enseñarle algo: que en la sociedad de la comunicación, tan bien utilizada por él, las incongruencias rebotan con efecto inmediato. Y que el mito de la ejemplaridad jacobina acaba a menudo en el síndrome de Zapata, aquel revolucionario que un día se vio a sí mismo convertido en el paradigma de todo contra lo que había luchado.

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