La redención

Un político miente. No lo retienen escrúpulos tan bobos como los de poder mirarse sin asco ante el espejo

Gilles Bernheim Efe
Gabriel Albiac

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El entrevistador le pregunta: «¿Cómo pudo usted hacer eso?» (https://www.vanityfair.fr/pouvoir/politique/articles/olivier-bouchara-confession-gilles-bernheim-ex-grand-rabbin-de-france/24867 ) Y él responde:

–«Se pregunta usted cómo un hombre que, como es mi caso, se pretende reflexivo, ha podido comportarse de este modo…». De «este modo»: plagiando textos escritos por otros, incluyéndolos sin citarlos en artículos y libros.

–«Verá, es que no se trataba de cualesquiera textos. Eran textos que me habían ayudado a vivir. Con el paso de los años, se habían hecho tan esenciales para mí que –sin juego de palabras– se agregaron a mis propios textos». ¿Quiere usted decir –pregunta ahora un entrevistador estupefacto– «que no distingue ya los unos de los otros»?

–«Cuando cobré conciencia de eso, era ya demasiado tarde». La lectura de San Agustín le hubiera permitido dar nombre a lo sucedido: libido sciendi, deseo de sabiduría, esa tentación última a la cual ha de confrontarse el alma, la vanidad de exhibirse como sabio. En el siglo XVII cristiano, Jansenius dirá de ella que «el mundo es tanto más corrompido por esta enfermedad del alma cuanto que ella se desliza bajo el velo de la salvación, es decir, de la ciencia».

La entrevista data de 2015. Pero el desastre tuvo lugar en 2013. Y es la historia de un rabino que perdió el sendero. Gilles Uriel Bernheim lo tenía todo para ser un maestro espiritual. Pero los maestros espirituales también yerran; y su caída es terrible. Había sido elegido en 2008 Gran Rabino de Francia. Tenía 56 años y una obra teológica impresionante. Culminada, ese mismo año, por su libro de conversaciones con el cardenal primado de Francia, Philippe Barbarin: Le Rabbin et le Cardinal. En 2012 alcanzará su momento de suprema gloria, cuando un Papa que era el teólogo más importante de nuestro tiempo tome en uno de sus textos apoyo doctrinal: Joseph Ratzinger, en su discurso del 21 de diciembre ante la curia, cita un pasaje del gran rabino como modelo teológico, «cuidadosamente documentado y profundamente conmovedor». Pero el texto citado era otro plagio más de Bernheim. Que había saqueado, esta vez, un texto del católico Joseph-Marie Verlinde.

Perdido ya el sendero moral –y, con él, la sensatez–, el gran rabino se atrincheró primero en la mentira. Estúpidamente. Sugerir que el plagio hubiera podido producirse a la inversa y que un pensador de la talla y el prestigio de Jean-François Lyotard le hubiera llegado a copiar a él, era perfectamente infumable. Al poco, él mismo percibió el abismo y solicitó públicamente perdón a la familia del pensador ya muerto. Pese a toda la vergüenza acumulada, Gilles Uriel Bernheim no era un don nadie. Ni un político, que es la variedad más ostentosa de eso. Era –había sido– un maestro espiritual antes de ser un falsario; un hombre en el cual sus fieles habían puesto un día fe y respeto. El trauma para su comunidad fue casi insoportable. Reconoció entonces su plagio, renunció a su función rabínica y desapareció. Gilles Uriel Bernheim se redime al aceptar su vergüenza y naufragar en el silencio. ¿Qué otra cosa podría hacer un hombre decente en ese trance?

Un hombre decente, ninguna. Un político sí, un político puede hacer cosas increíbles. Manipular un programa informático de detección de plagios. Desplegar las adecuadas apisonadoras mediáticas… Un político miente. No lo retienen escrúpulos tan bobos como los de salvar su alma. O poder mirarse sin asco ante el espejo.

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