El príncipe feminista

El consorte danés, un estrambote en un país sin complejos

Mayte Alcaraz

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Me caía bien Enrique de Laborde Monpezat . Contra todo pronóstico, el consorte de la Reina Margarita de Dinamarca, que murió ayer ochentón y triste, se rebeló contra su papel de florero en una de las Cortes más antiguas del mundo. Pronunció una frase típicamente feminista, aunque traída a su molino: «Hoy la mujer de un Rey recibe el título de Reina, pero el marido de una Reina, no se convierte en Rey al casarse. Así la pareja queda desequilibrada a ojos de la opinión pública. Esto es traumático». Tenía razón: se negó a ser príncipe florero haciendo suyo el discurso reivindicativo femenino mientras animaba a sus iguales, el príncipe de Edimburgo y Klaus de Holanda, a litigar contra la «discriminación laboral» de un príncipe. A punto estuvieron de fundar un sindicato contra la brecha salarial con las Reinas consortes. Era imposible no empatizar con él. Mientras otras Monarquías eran miradas con lupa, el admirado consorte huía a su fabuloso castillo de Caix, en el sur de Francia, a cultivar sus caldos; y por si fuera poco para un país rendido a la defensa de los animales, se ufanaba de comer carne de perro mientras publicaba un poemario dedicado a su perra salchicha Evita.

Solo un Estado que se quiere como Dinamarca se podía permitir un estrambótico esposo real como Enrique. Su mujer, descendiente de los primeros reyes vikingos, forma parte de una promoción de Reyes, entre los que se cuenta Juan Carlos I, Beatriz de los Países Bajos o Harald de Noruega , ya jubilados o en vías de serlo, que jugaron un papel fundamental en la vieja Europa que quedó tras la segunda guerra mundial. Todos son hijos de la bajada a los infiernos de la humanidad en el siglo XX y, cada uno a su manera, arrimó el hombro para conducir a sus países de las tiranías a la Monarquía parlamentaria. La Reina Margarita comparte con Don Juan Carlos su campechanería y sentido del humor, que obraron una simbiosis casi perfecta con sus conciudadanos. Simbiosis que, pese a los vaticinios de los enemigos de la Monarquía en España, terminará recuperando el Rey emérito, al que la historia reconocerá su contribución impagable al progreso y la democracia en nuestro país.

Lo más envidiable es comprobar cómo en la Dinamarca que tan bien retrata la mítica serie Borgen , conviven los más altos índices de prosperidad con el respeto a una institución, la Corona, que pese a no tener el pedigrí democrático que curiosamente la izquierda europea reconoce al comunismo, se ha sometido sin matices a las más estrictas reglas del parlamentarismo y la transparencia, blindándose de demagogias como las que gastamos en España.

Y qué quieren que les diga: prefiero a un príncipe ye-yé enfurruñado con su condición gregaria, pero en un país seguro de su grandeza, que a un presidente autonómico desquiciado que, a 900 kilómetros de la tumba que aguarda al finado Enrique, sigue tomando el pelo a otra gran nación europea, esta sí, sumida en sus complejos.

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