Presunción de culpa

La corrupción de su mandato invalida a Camps como político, pero en ocho años nadie ha logrado probarle ningún delito

Ignacio Camacho

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A Francisco Camps , expresidente de la Comunidad Valenciana, la corrupción de su partido le costó la carrera cuando sólo se trataba de indicios. Luego, esos indicios se convirtieron en evidencias jurídicas y políticas. Las políticas le afectaban de pleno en su responsabilidad de dirigente, y la asumió o fue obligado, por quien podía obligarle, a hacerlo. Las jurídicas, sin embargo, no le alcanzan. Fue excluido de la causa Gürtel hace años y absuelto de la única acusación -el ridículo cohecho impropio de los trajes- con que la Justicia consiguió enjuiciarlo. Ha sufrido investigaciones ad hominem, pesquisas judiciales radiográficas y hasta endoscópicas, y ha salido de ellas indemne. Salvo para la calle, donde el juicio mediático paralelo le ha convertido ante la opinión pública en culpable.

Lo era, lo es, en el plano político. La mugre moral y estética de la trama de Correa y el Bigotes le salpica porque sucedió bajo su mando. Por tanto, si no la consintió o favoreció, tampoco supo o quiso limpiarla, y ese desentendimiento mancha su trayectoria y le inhabilita para el cargo que, efectivamente, tuvo que dejar de modo más o menos forzado. Su amistad fraterna con los delincuentes, ignominiosamente constatada en unas grabaciones, era motivo suficiente para descarrilarlo del liderazgo. La organización que dirigía estaba podrida y ha causado a su propia causa, la del centro-derecha español, un inmenso daño. Camps , un hombre de apariencia sensata y carácter moderado, sufrió en algún momento mal de altura, se emborrachó de poder y dejó que su gente convirtiese en una ciénaga al PP valenciano . Todo eso ya lo ha pagado porque la ejemplaridad en la vida pública es un intangible que hay que administrar con suma delicadeza y tacto.

El derecho penal, empero, necesita cargas probatorias que hasta ahora nadie ha aportado. Ni siquiera la confesión tardía de Ricardo Costa , que trata de obtener indulgencia en su segura condena, las contiene más allá de su propio testimonio. Si de esas revelaciones, con indudable e ingrata repercusión en la imagen global del marianismo, pudieran deducirse quebrantamientos de la ley es probable que en todo caso hayan prescrito. Camps no va a librarse ya nunca del baldón de todo lo que ocurrió cuando tenía la autoridad para y la obligación de impedirlo. Su reclamación de honorabilidad es alicorta y hasta patética en ese sentido. Pero más allá del juicio ético, social y político no ha sido posible acreditarle la comisión de ningún delito.

Y eso ha de quedar claro porque la presunción de inocencia es a menudo una trampa lingüística. En un Estado de Derecho la inocencia, la condición de no culpable, no es una presunción ni una conjetura sino un atributo esencial de la naturaleza libre de todo ciudadano. Hasta que se demuestre lo contrario, que en el caso de Camps, después de investigarlo durante ocho años, no se ha demostrado.

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