«Pizzini»

Provenzano pensaba que todo se grababa. Tenía razón

Luis Ventoso

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Lo mejor de las fábulas de mafiosos de Mario Puzo y Coppola es que en parte bebían de la realidad. Corleone existe. Se trata de un pueblo siciliano de once mil almas, encajonado entre dos montañas y de cementerio atestado, con demasiados inquilinos que llegaron vía exprés y baleados. Hasta allá peregrinan miles de turistas que quieren fotografiar la meca de la mafia y adquieren baratijas de «El Padrino». Pero Corleone no es un plató. En un chamizo de pastores, infrahumano y a unos kilómetros del pueblo, el 11 de abril de 2006 fue detenido el último gran jefe de la mafia de nombre conocido, Bernardo Provenzano, el hombre invisible. Durante 43 años logró sobrevivir en la clandestinidad y el anonimato perfectos. Su única imagen era una foto sepia de sus días mozos, tomada en los años cincuenta. Provenzano, jefe de la familia Corneolese, era tan evanescente que un par de años antes de ser detenido incluso viajó a Marsella para operarse de un atasco de próstata, intervención que en bromazo sarcástico sufragó la sanidad pública italiana.

¿Cómo pudo evitar el arresto el hombre que durante diez años fue el «capo di tutti capi»? Provenzano, de rostro rústico y sonrosado, era un hombre muy pío, que a veces bromeaba disfrazándose de cura y escribía citas evangélicas a pie de sus órdenes letales. Sustituyó en la cúpula al sádico Totó Ríina. Para relajar la presión sobre la mafia, ordenó reducir el alocado nivel de hemoglobina. Aún así, Provenzano también era una mala bestia. Encargó sus asesinatos y lo apodaban El Tractor por su tenacidad contra sus enemigos. Lo que le permitió escabullirse fue una desconfianza extrema, casi enfermiza. Estaba convencido de que todas las conversaciones se grababan, por lo que impartía sus instrucciones mediante textos escritos en unos papelitos que llamaban los «pizzini». Esos mensajes los entregaba en mano a sus lugartenientes y en su presencia ordenaba hablar en susurros, por temor a ser grabado.

Provenzano, que murió en 2016 en una cárcel de Milán, fue un adelantado a nuestro tiempo. Por lo que vamos constatando en los últimos años, en España se graba a diestro y siniestro, con impunidad y sin mayor queja de la opinión pública. Para más inri, a veces la grabadora la activan supuestos servidores públicos, que culebrean por las alcantarillas del Estado (normalmente contra él). Importantes empresarios españoles emplean para sus conversaciones más privadas un vetusto Motorola, o un Nokia obsoleto, porque sus jefes de seguridad les han dicho que esos arcaicos telefonillos son más seguros que los smartphones en caso de que alguien grabe, lo cual se da por descontado.

La ministra Delgado debería haberse ido ya el martes, cuando de la manera más cutre, amoral y patosa empalmó cinco mentiras seguidas. Pero en España está pendiente un debate sobre el asalto a nuestra privacidad digital y telefónica (y otro sobre el venenoso papel de ciertos fiscales y jueces). En la intimidad todos somos imperfectos -a veces incluso lamentables- y un Estado de Derecho no es tal si lo privado está expuesto al albur de la vileza de cualquier gánster con alma de ingeniero de sonido.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación