Borja Bergareche

Un martes y 13 en la redacción, con Manuel Erice

Así era Manolo en lo profesional: al grano, pausado, sin más pasiones que la de informar y la de no atropellar al prójimo

Borja Bergareche

Enero de 2010. Martes y 13. Por la noche, un terremoto de siete grados había sacudido Haití, con consecuencias catastróficas. Según las cifras definitivas, murieron más de 300.000 personas. Había que remontarse a 1770 para encontrar un temblor de esta magnitud. Hacía menos de dos meses que yo había tomado el relevo de Manolo Erice como subdirector digital de ABC, y en el apartado rincón que entonces ocupaba la redacción web estábamos todos en modo máxima tensión informativa. En aquellas horas iniciales de la tragedia, las fuentes oficiales aseguraban que no había víctimas españolas. Pero yo sabía, por contactos personales, que una amiga mía funcionaria de la Unión Europea estaba desaparecida en el edificio de las Naciones Unidas. Las fuentes locales ya indicaban, como se confirmaría después, que todo el personal humanitario, incluido el jefe de la misión ONU, había fallecido bajo los escombros. Todo apuntaba a que podíamos ser los primeros en dar la noticia de la muerte de la ciudadana española Pilar Juárez. Un ser querido que se iba en circunstancias trágicas, y que deja al periodista obligado a transformar la tristeza en acto servicio. Como nos dejas tú también, querido Manolo.

En pocas horas habíamos confirmado por varias fuentes que sí había víctimas españolas, algo que todavía negaban desde Exteriores. Y, entonces, ocurrió. Se cayó el sistema de publicación de la web de ABC. Como ocurre a veces, inevitablemente, la tecnología -esa aliada imprescindible del periodismo- nos amputaba la capacidad de informar. Mientras trabajábamos todos a una con el equipo técnico para solventarlo, llamé a Erice para desahogarme. «Uy, querido, en el mundo digital vas a tener que desarrollar una paciencia periodística que no sabías que existía», me dijo. Así era Manolo en lo profesional: al grano, pausado, sin más pasiones que la de informar y la de no atropellar al prójimo. En un par de años había sacado a ABC.es del paleolítico y se había hecho intuitivamente, sin las ínfulas de algunos, con las claves del periodismo digital. Ha pasado solo una década, pero su apuesta entonces por la participación de los lectores y por lo multimedia nos parece hoy visionaria. Además de la importancia de la tecnología, Manolo entendió enseguida el segundo gran axioma de lo digital: la clave es el talento. Así, reclutó a una de las primeras promociones nativas digitales, la del difunto gratuito ADN (la de Érika, Mónica, David, Diego…), y a otros jóvenes profesionales que, hoy, son periodistas sénior en grandes diarios como El País y ABC o los digitales.

Era la segunda vez que tuve la fortuna de seguirle los pasos en una redacción. En septiembre de 2008, en plena campaña presidencial estadounidense, le ascendieron a subdirector y ocupé su puesto de redactor jefe de Internacional. El mundo asistía fascinado al irresistible ascenso de un candidato negro y apuesto, Barack Obama. Un demócrata progresista que competía con un respetadísimo patricio republicano, John McCain. Todo un dilema editorial para un periódico con alma centenaria y personalidad fuerte como ABC. Yo tenía 32 años y, con Oriente Medio ensangrentado por los años de Bush Jr., el cuerpo me pedía Obama con entusiasmo. Otros compañeros y varios jefes (pero no todos) pensaban diferente, claro. En aquel entonces llegamos a hacer hasta 18 páginas al día sobre el tema, por lo que los debates en el consejo de redacción eran memorables. Y maravillosos. Una lección práctica diaria sobre el delicado arte periodístico de conjugar rigor editorial y señas de identidad. Manolo me sacó de varios líos con su suave aproximación al periodismo abecedario, y universal: ser leal a los principios, sí, pero sin histerismos; y, sobre todo, ser leal a los lectores y contar lo que ocurre. Tan simple, tan complejo.

Mis primeros pinitos en Internacional los había hecho con el gran José Luis Peñalva en El Correo, y su espectacular gestión a voces de páginas y corresponsalías. Erice, en cambio, era expositivo, firme pero diplomático en su relación con los corresponsales. Yo aprendí con gusto de los dos a la hora de pelear un titular, una entradilla, un enfoque. Erice me ayudó con aquello que más intimida a un jefe de Internacional: la seguridad de los enviados especiales a zonas de conflicto. «Le he dicho a Ayestaran que me mande un sms cada mañana para decirme que está todo OK en Irak», le contaba. «Dile que te escriba también cada noche, cuando vuelva al hotel», me contestaba. Manolo tenía siempre tiempo para el factor humano. Como el que dedicaba cada tarde a hablar de los deberes con sus hijos, Santi y Marta. Siempre por teléfono, desde ese agujero negro de horas de trabajo que es una redacción. «Para, y dedícales tiempo», me recordaba a medida que nacían mis hijos y no había forma humana de conciliar una cosa y la otra.

En junio, se despedía de las páginas del New York Times Margalit Fox, quien durante 14 años escribió obituarios en el diario neoyorquino. «Los escritores de necrológicas contamos las vidas de quienes mueven y construyen el mundo, los presidentes, los reyes y reinas…». Pero –decía Fox-, estas piezas no producen escalofríos en quien las escribe. «Las que nos gusta escribir son las historias de los actores secundarios de la historia. Los nombres de estos héroes y heroínas anónimos no suelen ser conocidos. Y, sin embargo, a escala pequeña o grande, son quienes cambian a historia. Son las personas que, para bien o para mal, dejan arrugas en el tejido social». Querido Manolo, tú nos dejas la huella personal y profesional de tu tesón, tu bondad y tu señorío, en palabras de quien ha tenido el triste orgullo de escribir –«con la garganta estrangulada»- tu obituario, tu gran amiga Mayte Alcaraz. Nos dejas con el escalofrío en el cuerpo por lo que siempre fuiste: un maestro discreto de las pequeñas cosas, una de esas buenas personas que demuestran que, aunque muchos piensen lo contrario, es mejor que los cínicos no se apoderen de este oficio.

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