Manolo

Y ahí estaba él, siempre sereno, cordial y fiable

Luis Ventoso

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Manuel Erice Oronoz murió ayer en su querida Pamplona natal, tras medirse con un temple sobrecogedor contra un cáncer cabrón e incurable. Tenía 52 años. En esta hora de la elegía todas las evocaciones coinciden: un buen periodista y una buena persona. Esas definiciones pueden colocarse en el orden que se prefiera, aunque para mí la más valiosa es la segunda, porque a Manolo lo adornaba una profunda honestidad y calidad humana.

En «El señor de los anillos», el escritor católico inglés Tolkien elige como protagonista a Frodo, un hobbit de la verde Comarca, algo así como la Navarra de la Tierra Media. Se le encomienda la más difícil de las misiones: internarse en las tinieblas infernales de Mordor y destruir un anillo mágico que entregaría al mal la manija del mundo. No parece un héroe al uso. Sin embargo, logra culminar su misión, porque en él habita algo que no tiene precio: una conciencia a prueba de bombas. Erice también habría logrado destruir el anillo, pues poseía las cualidades que engrandecen a los mejores seres humanos: fe, firmeza interior, conciencia limpia y discreción. Todo envuelto en una sonrisa cálida y un tono sereno. Hacía real eso que se da en llamar «nobleza navarra». También encarnaba la filosofía de verdad y valores sobre la que se construyó ABC. Los hechos son sagrados, las opiniones libres. España, las libertades, la democracia y los principios cristianos son innegociables. Escribir bien es un deleite y un orgullo. El sentido del humor y la camaradería dulcifican la existencia. En todo eso creía Erice. Le salía como respirar.

Una buena Redacción es una familia. La gente de ABC evocó ayer a Manolo y lloró y rezó por él, cada uno a su modo. La última vez que lo vi fue en Nochebuena. Yo viajaba en tren para cenar en Pamplona y en el mismo convoy, recién aterrizado de Washington, iba Erice. Pero no nos vimos. Al llegar a Pamplona subí al coche de mis familiares. Una mano firme golpeó mi ventanilla. Miré sobresaltado y me encontré con la cara de Manolo desplegando una enorme sonrisa. La enfermedad ya embestía. Pero él se esforzaba por minimizarla y trasmitir normalidad. «Estoy muy bien», dijo, y hasta lo parecía. Nos dimos un gran abrazo, fingiendo ambos que no era un adiós. Luego supe que aquella noche la pasó en el hospital. Manolo fue un periodista muy competente –baste repasar su soberbio trabajo en Washington– y muy formado, con curiosidad ancha y facilidad espontánea para las relaciones sociales. Eso siempre lo supimos. Pero lo que no conocíamos era su entraña de héroe. La manera en que sobrellevó una enfermedad crudelísima lo agigantó. Nunca una queja. Sus viejos compañeros de Internacional –Alberto, Alexis, Susana, Paco, Carmen, su gran amigo Manolo Trillo...– sabían que algunas veces enviaba sus crónicas americanas desde la sala donde estaba recibiendo quimio. ¿Desfallecer? Jamás. Murió sonriendo y haciendo un último esfuerzo por apretar la mano de los suyos.

Manolo. Tenista fino. Fijo en las partidas de cartas de Sanfermines de su cuadrilla pamplonica. Lector curioso. Osasunista irredento. Ya estará fundando el Hogar Navarro del Cielo.

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