Johnny

Francia sabe venerar a sus héroes, incluso a los que no lo son

Luis Ventoso

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La que montaron ayer. Casi un millón de personas a lo largo de los Campos Elíseos, de toda clase y condición. Medio millar de moteros subidos a sus Harley desfilando en honor del insigne fallecido. Misa en la Madeleine. Tres de los cinco presidentes de la República vivos presidiendo un funeral de Estado. Macron, en tono solemne, hiperbólico hasta lindar lo hilarante, destacando «el reconocimiento de la nación a uno de sus hijos pródigos», loando la biografía del difunto como un formidable ejemplo de «un destino francés». Periodistas con memoria recordaron que no se había visto algo así en París desde el adiós a Víctor Hugo, a finales del XIX.

Llamativo ceremonial. Sobre todo si se tiene en cuenta que el finado no era otro que el nacido hace 74 años como Jean-Philippe Smet, alias Johnny Hallyday. Tras ver en la adolescencia una peli de Elvis, Jean-Philippe se propuso ser la versión gala del Rey del Rock. A pesar de su innegable eficacia sobre las tablas, para los que no tenemos la gloria suprema de ser franceses lo suyo resultaba bastante paródico. Pero ciertamente fue profeta en su tierra. No componía: «Solo lo hice un par de veces y necesité un montón de coca». Era un plagiario nato y orgulloso, y no solo de Elvis. Andando los años metió también en su fotocopiadora a The Who, Springsteen o hasta a Bon Jovi y sus cardados (y que Dios le perdone tal desafuero). Hallyday era más grande que su arte. Era un espectáculo fuera y dentro del escenario: cuatro matrimonios, orgías, nariz blanqueada, un castañazo épico en un Lamborghini y la chulería de salir ileso, tatuajes, cuero negro en edad provecta. Un entusiasta de la evasión de impuestos… condecorado con la Legión de Honor. Johnny vendió 110 millones de discos y se calcula que un tercio de los franceses asistieron alguna vez a uno de sus conciertos. Un fenómeno ecuménico, que gustaba a currelas y a la inteligencia snob, a ricos y pobres, a izquierda y derecha. En 2009 le diagnosticaron el cáncer que lo ha matado. A finales de aquel año, una chapuza en una operación de hernia discal lo sumió en un coma de tres semanas. Un grupo de encapuchados asaltó la vivienda del cirujano negligente, tal era su tirón popular.

Alguna vez escucho al siempre interesante Gainsbourg, o al viejo Aznavour. Pero nunca se me ocurriría incurrir en un disco de Johnny Hallyday. Es un producto francés y para franceses, como beber Ricard. Es el curioso ejercicio de fe de todo un pueblo para contar con algo, por chusco que fuese, que enjugase la falla nacional de no haber aportado nada equiparable a Beatles y Stones. El ininteligible culto a Hallyday fue en esencia una forma de poder blando, y en cierto modo, también de patriotismo, de ahí la presencia de los jefes de Estado.

Considero a Miguel Ríos un intérprete más completo e interesante que Hallyday. Sabina y Kiko Venenos, dos poetas, le dan varias vueltas al monstruo de mirada glauca de la escena francesa. Pero aquí, país de mezquindades, preferimos la adulación servil al plutócrata al aplauso agradecido al buen entretenedor. Francia, por fortuna, todavía ama y valora su cultura. Incluida la de plexiglás.

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