Insufribles

Ni «El Quijote» se salva del mitin igualitario del sanchecismo

Luis Ventoso

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En 1959, Robert Allen Zimmerman, un muchacho judío pueblerino, dejó el pequeño, gélido y montañés Hibbing, donde vivía con sus padres, dueños de una tienda de electrónica, para enrolarse en la Universidad de Minnesota, en la ciudad de Minneapolis. Poseído ya por la música, una vez allí se hizo llamar Bob Dylan y no dio pancada académica. Su tiempo se le escurría en escuchar discos folk compulsivamente, rasgar su guitarra de palo en los garitos donde se lo toleraban y leer todo lo que caía en sus manos (de Homero a Kerouac, de Rimbaud a Clausewitz). En 1960, con solo 19 años, plantó la universidad y se escapó a Nueva York, para intentar convertirse en cantante folk profesional y para conocer a su ídolo, el cantautor izquierdista Woody Guthrie, en cuya guitarra figuraba grabado este lema: «Esta máquina mata fascistas». Cuando fue a rendirle pleitesía, Woody ya estaba ingresado en un psiquiátrico, víctima de la enfermedad de Huntington. Bobby le cantó a pie de lecho, como quien busca el plácet del viejo monarca para convertirse en el nuevo príncipe del folk. Le salió bien. En 1963 el progresismo lo entronizó como el profeta del cambio y él cantó sus himnos de protesta en la legendaria Marcha Sobre Washington. Pero al igual que el genio ilustrado David Hume, Bob se dio cuenta enseguida de que el partidismo cerrado equivale a ver la vida con orejeras dogmáticas. Se sintió manipulado por el progresismo obligatorio y se revolvió a su manera: dejándose el pelo largo, calándose sus gafas de pasta negra, vistiendo botines beatles y ropa psicodélica de Carnaby Street y, sobre todo, cambiando la guitarra de palo por una galerna eléctrica. Dylan dejó de escribir arengas políticas apegadas al catecismo zurdo y abrió su foco al amor, a la extrañeza de vivir y a las vivencias reales de las personas. En 1965 acudió a la gran misa folkie anual, el Festival de Newport, y los feligreses se quedaron espantados ante su pinta, su ruido eléctrico y sus nuevas y extrañas letras nada comprometidas. Lo abuchearon por ser libre y distinto.

Huelga decirlo, a la eventual vicepresidenta Carmen Calvo no la adornan la fina inteligencia, el talento y la cultura profunda de Bob Dylan, así que ella no ha hecho el viaje que protagonizó Zimmerman entre 1960 y 1965. Carmen, mascarón de proa de este insufrible mitin perenne llamado el sanchecismo, cree que todas las facetas de la vida deben pasar por el tamiz de la ideología, en este caso la progresista-igualitaria, la única correcta y admisible. Ayer, frisando la estupidez, la vicepresidenta habló sobre la obra capital en español, el Quijote, y todo lo que se le ocurrió fue demandarnos que hablemos menos de su protagonista y más de Sancho, Dulcinea y Aldonza, porque representan «la cultura de la igualdad». De nuevo el progresismo intrusivo de esta Gobierno no votado, que pretende hurgar y tutelar hasta lo más íntimo de nuestras vidas: nuestras relaciones personales, cómo hablamos y amamos, cómo debemos interpretar los libros que leemos.

Ni se les ocurra dejarse fascinar por el genio de Sherlock Holmes. Los políticamente correctos son Watson y la señora Hudson, la casera.

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